20 mayo 2011

Necesidad, instinto y deseo

Video feedbackLa necesidad, considerada en el ámbito de un organismo biológico, representa un estado de desequilibrio en su medio interno asociado a un impulso de reequilibrio que tiene por finalidad el mantenimiento del equilibrio dinámico metaestable del viviente; es decir, su continuidad existencial. En otras palabras, la necesidad es la carencia de lo imprescindible para mantenerse con vida, aquello que exige su satisfacción —o compensación— a expensas de la muerte. Se trata de un pathos primario vinculado a la autorregulación del organismo vivo en su proceso constante de acoplamiento estructural con su medio circundante. El origen del impulso se puede hallar en la acción de la fuerza homeostática de un sistema viviente. Este impulso se manifiesta como una tensión somática de intensidad creciente que no cesa hasta alcanzar algún tipo de equilibrio, la muerte en el peor de los casos. Diremos entonces que la necesidad consiste en una perturbación del estado de metaestabilidad de un organismo que lo impulsa hacia un nuevo equilibrio. En el caso de un animal, esta perturbación, dependiendo de su naturaleza, se experimentará como hambre, sed, etcétera. La necesidad no siempre proviene de estímulos exteriores sino que puede venir inducida por fuerzas morfogenéticas internas. Retengamos el matiz de la necesidad como representación de una alteración de la línea base del viviente —cualquiera que sea su grado de complejidad— que conduce a una respuesta estabilizadora, o a la prevalencia de su estructura y autonomía relativa.

Se le llama instinto a una pauta conductual mínimamente variable durante la vida de un individuo1, común a la especie, transmitida filogenéticamente, que compromete la totalidad del organismo y resuelve la tensión somática que dimana de las necesidades. Son conductas complejas que dotan de objeto a los impulsos y los concretan operativamente. La evolución de los instintos está determinada por las necesidades individuales y la disponibilidad de los recursos oportunos en el entorno. Cabe señalar que un instinto deja de ser útil, para la satisfacción de las necesidades de un individuo (sus condiciones de adaptación), si el contexto en el que se ejecuta impone nuevas condiciones de adaptación incompatibles con el mismo2. De hecho el instinto es ciego a las necesidades actuales de un individuo, ya que éstas están acopladas a un medio cambiante, pudiendo darse el caso de que provoque su muerte en lugar de conservar su vida. Esto sucede porque el tiempo de adaptación de un instinto a nuevas condiciones es relativamente largo si lo comparamos con la duración de la vida de un ejemplar de la especie; su eficacia no está garantizada. Digamos que el instinto es una respuesta activa de la memoria de la especie ante necesidades que afectan a su continuidad. Debido a su carácter hereditario y estereotipado (incluso mecánico) no deja margen de libertad individual, y por ello sólo puede servir como explicación de una pequeña parte de las conductas de cualquier animal con un sistema nervioso mínimamente complejo. Existe una gran controversia acerca de la idea de instinto aplicada a los seres humanos. El desacuerdo normalmente se debe a una confusión entre necesidades, deseos, ideologías, variadas prosopopeyas genéticas —también de otras clases—, instintos y reflejos. Por lo que sabemos no se puede hablar de instintos humanos propiamente, según la definición que hemos dado, a lo sumo de reflejos innatos (como el reflejo de succión en los lactantes). El ser humano bajo la tensión del impulso puede actuar con mayor o menor reflexividad, brutalidad, precipitación, mesura, etcétera, según los esquemas aprendidos y los hábitos adquiridos, que por lo general implican (o implicaron) una interpretación y valoración de las situaciones; dicho de otro modo, el impulso de necesidad en el ser humano «in-fluye» en un proceso de pensamiento (respuesta activa de la memoria que da lugar a sensaciones, emociones, intelecciones, etcétera), que tiene como resultado una conducta no instintiva. A la serie de tranformaciones de un impulso de necesidad, en sentido general y obviando los pasos intermedios, la llamaremos transducción del impulso. En el caso del instinto la transducción que opera sobre el impulso de necesidad es de carácter sensoriomotor con la mediación de un esquema conductual filogenético.

¿Qué ocurre con el impulso de necesidad en la esfera del sujeto instalado en el lenguaje? Examinemos la respuesta psicoanalítica. Según Lacan el lenguaje nos impide la relación inmediata con el objeto instintivo, a causa de la remisión recursiva entre significantes que nunca alcanza lo real3 —desplazamiento que produce la falta en ser—, de manera que la mediación simbólica con el objeto se realizará como demanda a la que Otro le dará un significado. Y así tiene lugar el psicodrama de la falta y la nostalgia psicoanalítica de una naturalidad perdida desde siempre —por la preexistencia del lenguaje— que transforma el placer de la vida instintiva en el terrible goce de la vida pulsional. Entonces dirá que lo que queda forcluido en la demanda, el resto de la necesidad, será el objeto inalcanzable (objeto petit-a) que causa el deseo, siempre insatisfecho porque vuelve sobre sí mismo y se reproduce indefinidamente. El objeto petit-a sólo se desplaza, podemos verlo como un calco de la estructura del significado en la red de significantes. Pero, ¿no es cierto que los instintos se van desencadenando intermitentemente en el decurso de la vida del individuo y, por tanto, podríamos imaginar una falta siempre latente en su propia estructura? ¿Por qué idealizar la inmediatez de un supuesto acceso unívoco al objeto de la necesidad como summum bonum? ¿Por qué no verlo a la inversa y asumir que la simbolización nos confiere libertad? ¿No emplean, los parlantes psicoanalistas, su “facultad simbólica” para crear ese fantasma de la animalidad perdida o del objeto en sí, puro, dado a la inmediatez de la conciencia animal (exceptuando la humana, por supuesto)? ¿No será que la angustia suscitada por la nada de la “casilla vacía” (la falta en ser) es un producto contingente de algunas comprensiones particulares sobre los acontecimientos y las situaciones? ¿No dinamitan sus propios cimientos al flotar en un drama imaginario que narra un pecado original inscrito en el lenguaje (en este caso, como culpa infeliz), además de la supuesta pérdida de una especie de animalidad inmaculada y plena que pulula por el Jardín del Edén? Es necesario comentar que la soteriología psicoanalítica de orientación lacaniana promueve la transformación de esa culpa, infeliz en su origen y consustancial al deseo, en una felix culpa; esto ocurre cuando el sujeto deseante llega a conocer el Mal. Podemos decir que el final de la terapia consiste en la apertura a la dimensión ética de la existencia. Bien, dejemos aquí las disquisiciones acerca del núcleo distímico inherente al concepto de deseo que proponen algunos desarrollos de la psicología analítica.

Bajo otro prisma, los movimientos del deseo delimitan el horizonte de la voluntad humana. El deseo no está vinculado obligatoriamente a la necesidad, sino que se erige como fuente, sui generis, de impulsiones intrínsecas a la voluntad (síntesis de la respuesta a un campo de excitaciones ínfimas —subliminales). Metafóricamente la voluntad es el frente de onda de las fluctuaciones de campo del deseo. Es apertura hacia el futuro desde la conciencia de sí en el desarrollo de un proceso histórico y teleológico (intencional), conato de autorrealización, motivo de las aspiraciones que la voluntad realiza en el mundo, proyección de valor en los objetos, acontecimientos, etcétera —éste es el momento intencional del deseo al enlazarlo con un objeto concreto, el momento determinante de su transducción hacia la acción. Sobre esta proyección de valor Baruch de Spinoza escribió: «nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos». He aquí un claro indicio del componente mítico —crepuscular o inconsciente— que desfundamenta la “racionalidad absoluta” del deseo. Si la necesidad era la representación de un momento de desequilibrio que provocará (en su expresión básica) una respuesta homeostática, el deseo es la representación de un momento utópico que provocará una respuesta volitiva. Las tensiones somáticas de la necesidad se incardinan en el campo de deseo como influencias más o menos imperiosas, pero siempre supeditadas a la voluntad del sujeto deseante.

Nos hemos centrado en el ser-para-sí como proceso de singularización, o de afirmación de sí mismo (la esfera egológica particular), movido por el deseo; pero la mismidad no se entiende sin la contrapartida de la alteridad, sin ella no puede afirmarse, ser-para-sí es también ser entre otros y frente a otros. De manera que la realización volitiva de las posibilidades (desables) de uno mismo pueden entrar en conflicto con la voluntad del otro. De hecho el objeto del deseo se encuentra incorporado en una situación que incluye a los otros y que no aparece sin más en el mundo, sino que está integrada en un devenir histórico; constituido, entre otros factores, por la realización dialéctica de deseos precedentes. Por esta razón, el deseo se encuentra instalado en una dimensión ética y política. El sujeto deseante es responsable de las consecuencias derivadas de sus actos volitivos, que no son otra cosa que el término activo de su libertad en el proceso de llegar a ser, o, lo que es lo mismo, de estar siendo hacia el futuro desde el deseo que le atribuye un sentido. En tanto que el deseo apunta a un proyecto más allá de la actualidad es trascendental y utópico; en tanto que se concreta en realizaciones volitivas es inmanente e histórico. El encuentro de estas dos perspectivas sobre el deseo podría resumirse, a decir de Ernst Bloch, en «la condensación objetiva de lo que está por venir 4». Es importante señalar que sin el acceso a un orden discursivo sobre un dominio de memoria no es posible la comprensión de una situación presente y mucho menos la proyección imaginaria de situaciones futuras. Este acceso no nos viene dado de nacimiento, lo aprendemos en una comunidad lingüística preexistente. En el orden discursivo se observa una relación no-lineal, vinculada a la dotación de valor del deseo, bastante curiosa: la argumentación. ¿Por qué decimos esto? Porque argumentar consiste en justificar una serie de convicciones ante alguien; es decir, se trata de convencer (persuadir) a otros de unas convicciones. La retórica es la teoría de la argumentación. Puesto que el efecto de la persuasión consiste en asumir una verdad (la convicción de que un enunciado es verdadero), ésta será el valor retórico fundamental. A la verdad se le dan muchos significados distintos. Tenemos la verdad como correspondencia empírica (veritas est adaequatio intellectus ad rem) que asume un isomorfismo entre el lenguaje y las cosas, a pesar de que los datos empíricos de ningún modo pueden agotar las manifestaciones posibles de las cosas —que cada día nos sorprenden con nuevas particularidades—, además de la transposición de cualidades de la experiencia subjetiva a las cosas en sí mismas. Ahora bien, si identificamos verdad con utilidad, el criterio de adecuación será aquel que mejor conduzca la interpretación de las restricciones objetivas del entorno (su realidad) en relación a nuestras intenciones; la verdad serán aquellas convicciones que nos sirvan para alcanzar nuestras metas. Otra forma de comprender la verdad, que lleva al límite la transposición de las cualidades subjetivas en su forma doxástica (de la opinión o la creencia) según la lógica bivalente, es el principio de no contradicción. Este principio, que justifica la validez del método de reducción al absurdo, viene a significar que no se pueden sostener a la vez convicciones excluyentes acerca de un mismo objeto sin incurrir en un error lógico (una imposibilidad) dentro del marco teórico de la lógica bivalente. El problema del principio de no contradicción en su vertienente ontológica, que puede reformularse así: “una cosa sólo puede ser lo que es al mismo tiempo y en las mismas circunstancias”, reside en su inaplicabilidad práctica. Pues para aplicarlo a una cosa concreta —no digamos a una situación compleja— requeriría el conocimiento completo de todas las circunstancias determinantes del ser de esa cosa en un momento dado (o de todas las leyes exactas que rigen su devenir), y dicho conocimiento sólo puede ser hipotético. No obstante, es aplicable a enunciados que atribuyan características mutuamente excluyentes a un mismo objeto en un mismo momento y bajo las mismas circunstancias; pero las circunstancias en las que se ve envuelto un predicado sobre un objeto son muy variadas, empezando por la constitución intencional del sujeto de la enunciación y su pericia para convencernos de que su visión privilegiada abarca todas las circunstancias eventuales de un campo fenomenológico.

Aproximémonos a estas “fuerzas” organizativas de la acción desde una base ontológica —más bien ontogenética. Podemos entenderlas como la consecuencia del desarrollo de sistemas materiales cada vez más complejos en intra-acción, interacción y transformación recíproca. Un sistema material es una unidad diferenciada de su entorno por una configuración particular y su dinamismo —la interacción de sus componentes dentro de una cuenca de atracción— sometido a la ley de distintas fuerzas. Precisamente esta legalidad, tanto de las fuerzas físicas como de las fuerzas de la especie depositadas en el instinto, y la regulación según los niveles de control cada vez más consciente (llegando al orden de lo intencional en los humanos), revierten en la orientación de las dinámicas de los sistemas materiales hacia la generación de órdenes unitarios de complejidad creciente asociados a nuevos niveles de control. Esta retroalimentación de las restricciones —memoria, en un sentido muy amplio—, que impone la materia sobre sí misma, da lugar a lo que Monod denominó teleonomía. Así pues la tendencia general del movimiento material es producir unidades sintéticas dotadas de cierta autonomía, según el grado de control que permita su complejidad; pero no como emergencia, o aparición instantánea de nuevos planos fenomenológicos, sino como despliegue de un orden de sucesión en la extensión a partir de la ecceidad inherente al movimiento material. La coordinación autónoma de los órdenes unitarios (su auto-organización) se realiza en relaciones reflexivas (de repliegue o retroalimentación) —cuya figura es la espiral. Estas relaciones expresan las “metamorfosis” del movimiento material inmanente en el que los órdenes unitarios se construyen y destruyen. No en vano, la no-linealidad de las relaciones es un factor crucial en el despliegue de la complejidad. Teniendo estas notas en mente, podemos ver lo acertado de algunos planteamientos de Max Scheler. Por ejemplo, su concepción de la persona: «La persona humana no es una “sustancia”, sino un complejo de actos organizados monárquicamente, esto es, de los cuales uno lleva en cada caso el gobierno y dirección.5» Y el esquema del gradiente de formas que toma el impulso en sus manifestaciones orgánicas, nos lo explica así:

Por eso llamo extático al impulso afectivo de la planta, para indicar que a ésta le falta totalmente el anuncio retroactivo de los estados orgánicos a un centro, anuncio que es propio de la vida animal; le falta completamente esa reversión de la vida sobre sí misma, esa reflexio, por primitiva que sea, de un estado de intimidad “consciente”, por débil que sea. Pues la conciencia surge en la reflexio primitiva de la sensación, y siempre con ocasión de las resistencias que se oponen al movimiento espontáneo primitivo. Ahora bien: la planta puede carecer de sensaciones, porque —químico máximo entre los seres vivos— se prepara ella misma el material de su arquitectura orgánica con las sustancias inorgánicas. Su existencia se reduce, pues, a la nutrición, al crecimiento, a la reproducción, a la muerte (sin una duración específica de vida). No obstante, existe ya en la existencia vegetativa el fenómeno primordial de la expresión, cierta fisiognómica de los estados internos: marchito, lozano, exuberante, pobre, etc. La “expresión” es, en efecto, un fenómeno primordial de la vida y no, como Darwin pensaba, un conjunto de acciones atávicas adaptadas. En cambio, lo que falta asimismo completamente a la planta son las funciones de notificación que encontramos en todos los animales y que determinan el trato de unos animales con otros, y emancipan ampliamente al animal de la presencia inmediata de las cosas, que tienen para él una importancia vital. […] Por añadidura, su individualización, la medida de su hermetismo espacial y temporal, es mucho menor que en el animal. Se puede afirmar que la planta testimonia mucho más que el animal la unidad de la vida, en sentido metafísico, y el paulatino carácter evolutivo de todas las formas de la vida, modeladas en complejos cerrados de materia y energía. Tanto para sus formas como para sus modos de conducirse fracasa por completo el principio de la utilidad, tan desmedidamente sobreestimado por los darwinistas como por los teístas; y por completo también fracasa el lamarckismo. Las formas de sus partes foliadas revelan, con más insistencia aún que las innumerables formas y colores de los animales, un principio de fantasía juguetona y puramente estético en la raíz ignota de la vida. No encontramos aquí el doble principio del guía y los secuaces, del ejemplo y la imitación, tan esencial en todos los animales que viven en grupos. La deficiente centralización de la vida vegetativa, y muy en especial la falta de sistema nervioso, hace que la dependencia de los órganos y las funciones orgánicas sea justamente en la planta más íntima por naturaleza que en los animales. Cada estímulo modifica el estado total de la vida en la planta, mucho más que en el animal; la causa de ello es la naturaleza del sistema histológico encargado de conducir los estímulos en la planta. Por eso es más difícil y no más fácil (en general) dar en la planta una explicación mecánica de la vida que no en el animal. Con la mayor centralización del sistema nervioso en la serie animal surge también una mayor independencia de sus reacciones parciales; y con ésta se produce cierta semejanza del cuerpo animal a la estructura de una máquina.6

Luego añade: «La segunda forma psíquica esencial, que sigue al impulso afectivo extático en el orden gradual y objetivo de la vida, es el instinto; palabra de sentido e interpretación muy oscuros y discutidos.7» Y a partir de aquí introduce la memoria asociativa, como tercera forma psíquica esencial, que da lugar al pensamiento reproductivo; en contraste con el pensamiento productivo (capaz de prospección, elección con sentido objetivo, etc.) de la cuarta forma que es la inteligencia práctica. No pretendemos que esto sea un esquema definitivo de las formas del impulso y de su gradación con solución de continuidad, sino una ejemplo ilustrativo de las posibilidades de comprensión del impulso, entendiendo éste, a su vez, como manifestación del movimiento material a partir de cierto grado de complejidad —desplegada en cadenas recursivas de reflexiones.

Para concluir, una breve aclaración sobre el concepto de movimiento material empleado en este texto. Externamente, en el plano de las partes dadas una fuera de la otra —manifiestas o demultiplexadas—, movimiento material se refiere al cambio de configuración de un sistema material mientras tiene lugar de forma continua. Internamente, a modo de intuición hipotética, podemos imaginarnos algo similar a una multiplexación y demultiplexación holográfica n-dimensional, una suerte de memoria activa envolvente.

1. Sin menoscabo de conductas acotadas a un estadio del desarrollo del espécimen, ni de la posibilidad de extinción de conductas instintivas por falta de estimulación ambiental.
2. No obstante, hay instintos que necesitan de determinados estímulos durante alguna fase del desarrollo del individuo para activarse.
3. El significado no estaría en conexión directa con un objeto sino que sería un efecto estructural de las relaciones entre significantes. No sabemos si en la consciencia de un loro, que también es un animal parlante, se producirá el significado; aunque suponemos que no, porque no se da ese proceso recursivo de remisión entre significantes.
4. Ernst Bloch, “El principio esperanza” vol. 1 p. 147
5. Max Scheler, “El puesto del hombre en el cosmos” p. 73
6. Ibid. pp. 24-26
7. Ibid. p. 26

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