17 marzo 2011

Paula Rego y Charlotte Brontë, la loca del desván. Gateshead y Lowood

Después del preludio introductorio del post anterior, me centraré en éste en Jane Eyre y en las litografías que Paula Rego ha realizado sobre la obra. No dispongo de las 25, pero sí de algunas que ilustrarán los contenidos de la novela.

Las analistas americanas Sandra M. Gilbert y Susan Gubar1 Jane Eyre “es una obra impregnada por furiosas fantasías de fuga hacia la plenitud, de búsqueda. Con Jane Eyre, Charlotte Brontë, más comedida y contenida en otras novelas, en la que las mujeres enérgicas y rebeldes están miniaturizadas, parece haber abierto definitivamente los ojos a las realidades femeninas que hay dentro de ella y a su alrededor: reclusión, orfandad, hambre, furia que lleva incluso a la locura. Jane Eyre casi alcanza un tamaño mayor al natural, como emblema de una rebeldía apasionada, apenas disfrazada.” “…Y aunque la explicación mitológica de la furia contenida puede equivaler a la explicación mitológica de la sexualidad reprimida, la primera es mucho más peligrosa. A la mujer esporádica que tiene debilidad por los ceñudos héroes byronianos puede acomodársela en las noveles e incluso en algunos salones; a la mujer que anhela escapar de los salones y las mansiones patriarcales, obviamente no. Y Jane Eyre es esa mujer.”

Veamos cómo la representa Paula Rego:


“Come with me” creo que es el título de la litografía. “Entra en mi mundo”, podríamos traducir libremente, mientras ella, delante de un escenario de cortinas rojas, como las de la habitación donde la encierran de pequeña y que causa en ella terrores de locura, nos hace un extraño, hosco, brusco y también, diría yo, irónico gesto con la cara, señalándonos con los ojos un lugar que no vemos, que permanece en el misterio. Jane Eyre, una delicada, introvertida y muy joven “patito feo” en la novela, aunque lleno de fuerza y rebeldía interiores frente a cualquier tipo de injusticia, por las cuales es capaz de reacciones extraordinarias en determinados momentos, es vista por Laura Prego como una especie de tremenda solterona feminista, madura y grotesca, maciza, de cuello ancho y poderoso, de peinado relamido en su sobriedad. Su vestimenta, de una rigurosa y austera sencillez, negra, como la de una oscura y estricta institutriz, al estilo señorita Rottenmeyer, o la de una vieja cenicienta, parece esconder un mundo interior reprimido, de profundas nieblas y brumas. Sus manos, agarradas al vestido con una actitud tensa y nerviosa, señalan, a modo de indicio físico, su furia y rabia contenidas.

“El relato de Charlotte Brontë, que sirvió de modelo para otros muchos de la época, es un relato de reclusión y fuga, un claro Bildungsroman femenino, en el que los problemas que enfrenta la protagonista cuando lucha desde la prisión de su infancia hasta una meta casi impensable de libertad madura, son sintomáticos de las dificultades que toda mujer debe arrostrar y superar en una sociedad patriarcal: opresión (en Gateshead), hambre (en Lowood), locura (en Thornfield) y frío (en Marsh End). Y lo que es más importante, su enfrentamiento, no con Rochester, sino con su esposa loca Bertha, es el central del libro, un encuentro no con su propia sexualidad, sino con su “hambre, rebelión y furia” aprisionadas, un diálogo secreto del yo y el alma de cuyo resultado dependen el argumento de la novela, el destino de Rochester y la llegada a la mayoría de edad de Jane”, declaran las analistas citadas.

Pasemos revista a los diferentes espacios del peregrinaje de Jane:


GATESHEAD HALL


El camino de la protagonista, como una especie de progreso mítico hacia la madurez, comienza en Gateshead, en una familia que no es la suya real, sino unos parientes que la tienen recogida. La familia está compuesta por su tía política, una “madrastra” necia y malvada, el hijo de ésta, al que Jane ve como un tirano, un patriarca sustituto, consentido en todo, que adolece de una crueldad que gusta de matar pájaros y maltratarla continuamente, y dos hijas más tan egoístas y desagradables como las hermanastras de Cenicienta. Jane, ya de mayor, se da cuenta de cuál era el problema: simplemente discordaba con el ambiente. Jane no puede ser la niña alegre, guapa y extrovertida que ellos esperan o la sumisa y dócil que la sociedad “normal” espera también, sino que es percibida como fea, arisca, huraña y tímida, así como “con malos instintos”-como dice Abbot, una de las criadas. Su peregrinaje, entonces, parece que no tiene esperanzas. Y ella lo que hace, una y otra vez, llena de desesperación, es romper sus cadenas. Como hace con su tía, la señora Reed, al decirle lo que piensa de ella, en un acto de autoafirmación excepcional para una niña de diez años, después del suceso del cuarto rojo, un pequeño drama que será el paradigma del drama mayor que ocupa todo el libro: la posición anómala, de huérfana, que ocupa Jane en la sociedad, su reclusión en papeles y casas embrutecedores, y sus intentos de escapar mediante la fuga, el hambre y la locura (en un sentido especial).

El incidente del cuarto rojo se desencadena cuando Jane, excluida del grupo familiar de los Reed, busca refugio en el poyete de una ventana del salón de cortinas escarlatas para leer “History of British Birds” de Bewick, donde más que los pájaros, le fascina la visión de la zona ártica, mientras parece meditar sobre los rigores del frío extremado, como si lo hiciera sobre su propio dilema: quedarse ahí, en Gateshead, detrás de la opresiva cortina escarlata, en el mundo de los Reed, un espacio interior claustrofóbico, rojo como el apellido de la familia, ardiente, o salir fuera, al frío de un mundo exterior sin amor.

Veamos una litografía de Paula Rego al respecto:


Esta curiosa litografía se llama “Loving Bewick”. Paula Rego expresa en ella la idea de que Jane, aislada de la familia, ensimismada, se nutre a través de los libros y sus láminas, que son los únicos, aparte de la criada Bessie cuando está de buenas, que le dan alguna satisfacción a la huérfana. Jane, con la boca abierta, como un polluelo, en un gesto de erotismo solapado, con los ojos cerrados y en actitud de entrega, recibe el alimento espiritual del enorme pico del pelícano, para poder sobrevivir al encierro al que la familia la condena.


EL INTERNADO DE LOWOOD


Después del suceso del cuarto rojo deciden ingresar a Jane en un colegio y tiene lugar el primer encuentro de nuestra protagonista con el señor Brocklehurst, el despiadado e hipócrita patriarca que dirige el internado de Lowood, quien parece conducirla ahora a su siguiente estadio de peregrinaje. Esta personificación del superego victoriano, es descrito de forma sistemática en términos fálicos: “divisé algo que a primera vista me pareció ser una co­lumna negra, recta, angosta, en lo alto de la cual un rostro deforme era como una esculpida carátula que sir­viese de capitel.”. Pero también se parece mucho al lobo de Caperucita: “Crucé la alfombra y me paré ante él. Ahora que su cara estaba al nivel de la mía, podía vérsela mejor. ¡Qué nariz tan grande, y qué boca, y qué dientes tan salientes y enormes!”.

Así pues, pilar de la sociedad y enorme lobo malvado a la vez, el señor Brocklehurst ha llegado para llevarse a Jane a Lowood, a la escuela de la vida donde las huérfanas pasan hambre y frío en decorosa sumisión cristiana, un refugio sin comida ni calor. No obstante, con todas sus tremendas privaciones, Lowood, una institución semibenéfica, ofrece a Jane una oportunidad para aprender a gobernar su ira, mientras aprende a convertirse en institutriz en compañía de unas cuantas mujeres que admira. La misma Jane acaba declarando con el tiempo: “Yo no hubiera cambiado Lowood, con todas sus pri­vaciones, por Gateshead, con todas sus magnificencias.”

Veamos algunas litografías de Paula Rego sobre esta etapa en el peregrinaje de Jane:


“Inspection”, se titula la litografía. En ella vemos al señor Brocklehurst, esa columna negra, larga y rígida que viene a la institución, después de un mes de ausencia, a realizar una inspección. A Jane se le cae una pizarra, y el pérfido lobo aprovecha el descuido para subirla a una silla y humillarla públicamente. “Me colocó allí no sé quién: yo no estaba para reparar en detalles. Sólo noté que mi cara estaba a la altura de la nariz de Mr. Brocklehurst, que él estaba a una yarda de distancia de mí y que detrás se agrupaba un torbellino de sedas, terciopelos, pelos y plumas de animales exóticos” (las hijas y mujer del director en las que no se aplica, claro está, el duro régimen, la severa y exagerada austeridad de Lowood).” -cuenta Jane. Mr. Brocklehurst se vuelve y dice a todos que la niña, que vemos tan pequeña y desvalida comparada con él, es una embustera, una servidora del Enemigo, una pequeña réproba cuya compañía tienen que rehuir, y cuyo cuerpo las profesoras deben castigar para salvar su alma. Y Jane, que se había portado bien hasta ese momento y había conseguido el respeto de las alumnas y profesoras, ve destruirse todo lo que había construido y desea ardientemente la muerte, antes que llegar a ser despreciada por todas. Luego, su buen nombre será reivindicado por la inspectora, la señorita Temple, que indaga los cargos que se le imputan.


En esta litografía, titulada “Schoolroom”, vemos con toda crudeza cómo se desarrollan las clases en Lowood, con continuos castigos a las alumnas por parte de las profesoras, que, excepto la directora o inspectora, la señorita Temple, no dan muy buena impresión a Jane cuando ingresa. Alguna, incluso, es definida como violenta por su resignada amiga Helen Burns, víctima de los castigos en muchas ocasiones. Supongo que tampoco la vida de las profesoras resulta agradable y algunas estarán amargadas y resentidas, emociones que es posible que paguen con las alumnas. “Ninguna de éstas me gustaba: la gorda era un poco ordinaria, la morena un poco desagradable, la extranjera un poco grotesca. En cuanto a la pobre señorita Miller, ¡era tan rubicunda, estaba tan curtida por el sol, parecía tan agobiada de trabajo!” –comenta Jane.


Nos encontramos ahora ante la magnífica litografía que retrata el refectorio de las alumnas y que aparece en la portada de la edición. La comida en Lowood es muy escasa y de baja calidad: carne pasada, por ejemplo. El primer desayuno que hace Jane en la institución consiste en potaje quemado, incomible, que le produce náuseas. Las alumnas, “todas iguales, con sus cabellos peinados lisos sobre las orejas, sin rizo alguno visible (prohibidos los rizos por el director al considerarlos una exhibición de vanidad), vestidas de ropas oscuras, con un cuello estrecho y un bolsillo grande en la parte delantera del uniforme (bolsillo destinado a hacer las veces de cesto de costura), que dan un aspecto ingrato incluso a las más bonitas”, se notan insatisfechas y tristes, carentes de la fuerza que daría una buena y sana alimentación. En este caso, la que es más obesa, parece el contrapunto poderoso de las otras.

En Lowood, las mujeres que más ejercen influencia en Jane y a las que admira, son la señorita Temple y la conmovedora Helen Burns. La angelical señorita Temple, con su palidez de mármol, es un relicario de las virtudes propias de una dama: magnanimidad, cultura, cortesía y represión. Es serena, de porte señorial, delicada. Para Jane hace de madre, maestra y compañera. Sin embargo, la desposeída Jane, que no sólo es pobre, fea y pequeña, sino también ardiente y feroz, piensa que es tan improbable que ella puede convertirse en una mujer así como cenicienta se puede convertir en su propia hada madrina. Y así lo manifiesta: “Yo había asimilado muchas de las cualidades de Miss Temple: el orden, la serenidad, la autoconvicción de que era feliz. A los ojos de las demás pasaba por un carácter disciplinado y tranquilo y hasta a mí misma me lo pa­recía.”. Pero luego reconoce: “…desaparecida Miss Temple y, con ella, la atmósfera de serenidad que la ro­deaba y que yo asimilara, se esfumaban también todos los pensamientos y todas las inclinaciones que el contac­to con ella me produjeran, y volvía a sentirme en mi elemento natural y a experimentar las antiguas emocio­nes”.

Helen Burns, otra alumna, representa un ideal diferente, pero igualmente imposible para Jane: el ideal de la abnegación, de una espiritualidad consumidora. El deber de cada uno, declara Helen, es someterse a las injusticias de esta vida, en espera de la justicia definitiva en la próxima. Helen no hace sino soportar su destino. Pese a su pureza contemplativa, en Helen Burns también hay una “cloaca” de resentimiento oculto, al igual que lo hay en la señorita Temple. Y como el de ésta, su nombre también es significativo. Ardiendo de pasión, también arde de ira, deja sus cosas en un “desorden vergonzoso” y sueña con la libertad de la eternidad”. Un tifus que diezma Lowood se la lleva, por fin, pobrecita, a la tumba.

Helen consuela muchas veces a Jane, aconsejándola, abrazándola, como se puede ver en esta litografía que exponemos a continuación, mientras fuera, observan las maestras severas y maledicentes, después de la diatriba del señor Brocklehurst contra Jane.


El modo de enfrentarse al mundo de Jane es el de una Cenicienta de Angria (mundo mítico imaginado por las hermanas Brontë), una heroína byroniana, un prometeo que se rebela ardientemente, no el de la señorita Temple de represión femenina, ni el de Helen Burns de santa renuncia. Pero sí ha aprendido de sus dos amigas, madres y compañeras a comprometerse. Y aunque desea libertad, también intuye lo difícil que es conseguirla. Entonces pide una nueva servidumbre. Así lo expresa: “Deseaba libertad, ansiaba la libertad y oré a Dios por conseguir la libertad. Necesitaba cambios, alicientes nuevos y, en conclusión, reconociendo lo difícil que era conseguir la libertad anhelada, rogué a Dios que, al menos, si había de continuar en servidumbre, me concedie­se una servidumbre distinta”. Esa petición, ese deseo de una nueva servidumbre conduce a Jane a su experiencia en Thornfield, que constituye el centro de su peregrinaje. Lo veremos en la próxima entrega.

1. La loca del desván. La escritora y la imaginación literaria del siglo XIX, obra de las americanas Sandra M. Gilbert y Susan Gubar, que fue finalista del Pulitzer en 1980 y Premio Nacional de la Crítica Literaria en 1979.

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