18 marzo 2011

Paula Rego y Charlotte Brontë, la loca del desván. Thornfield


LA MANSIÓN DE THORNFIELD

La lóbrega mansión de Thornfield suele considerarse otro elemento gótico introducido por la autora para vender la novela. Sin embargo, Thornfield es más realista que otros conocidos escenarios góticos y su resplandor metafórico es mayor que el de la mayoría de las mansiones góticas: es la casa de la vida de Jane, y constituye la arquitectura de su experiencia.

Más allá de la fría galería de retratos de antepasados, Jane duerme en un bonito cuartito, amueblado armoniosamente, como la formación recibida por la señorita Temple parece haber amueblado su mente.

El tercer piso, es la parte más emblemática de Thornfield. Allí oye por primera vez las carcajadas extrañas y tristes de la loca Bertha, la esposa secreta de Rochester y, en cierta medida, su propio yo secreto. El desván del Thornfield es el punto focal complejo donde la racionalidad de Jane (lo que ha aprendido de la señorita Temple) y su irracionalidad (su hambre, rebelión y furia) se cruzan. “Cuando retornamos y pasamos la claraboya, me en­contré en tinieblas. El desván me parecía oscuro como una mazmorra, en comparación a la espléndida bóveda diáfana que un momento antes me cubría y bajo la que se alargaba la brillante perspectiva de praderas, campos y colinas de que Thornfield era centro”. Jane nunca expresa su deseo de libertad tan bien como en las almenas de Thornfield, mirando el mundo. Lo manifiesta así: “Sin duda habrá muchos que me censuren considerán­dome una perenne descontenta. Pero yo no podía evi­tarlo: era algo consustancial conmigo misma. Cuando sentía con mucha intensidad aquellas impresiones, mi único alivio consistía en subir al tercer piso, pasear a lo largo del pasillo y dejar que mi imaginación irguiese ante mí, en la soledad, un cuento maravilloso que nunca acababa: la narración, llena de color, fuego y sensacio­nes, de la existencia que yo deseaba vivir y no vivía.”

Más irracional aún es la experiencia que acompaña el recorrido de Jane: “En aquellos paseos por el tercer piso, era frecuente oír las carcajadas de Grace Poole (la cuidadora de la loca, que ella cree que es el origen de las carcajadas), que tan mal efecto me hicieran el primer día. A las carcajadas se unían con frecuencia extraños murmullos, todavía más raros que su risa”

Con esas afirmaciones sentimos que el animal salvaje y “malvado” que hay en ella, aún no ha sido exorcizado, sigue acechando en algún lugar, con más intensidad todavía, detrás de una puerta oscura, esperando una oportunidad de salir libre.

En esta sobria, pero a la vez expresiva litografía de Paula Rego sobre la personalidad de Jane, la vemos de espaldas, en uno de sus “oscuros” paseos por el tercer piso:


Separando las habitaciones delanteras y traseras del tercer piso hay un pasillo al que se accede por una estrecha escalera. Según nos lo describe Jane “Era un corredor an­gosto, bajo de techo, oscuro, con sólo una ventanilla en su lejano extremo y con dos hileras de puertecillas negras a ambos lados, como los pasillos del castillo de Barba Azul.” Así que, inconscientemente, Jane nos “viste” a Rochester, el dueño de la casa, como un Barba azul, sin aún conocerlo siquiera. Y así también lo ve Paula Rego en la siguiente ilustración:


Las dificultades de Jane no sólo surgen de su ambigua y subordinada posición de institutriz, sino también, como hemos visto, de su ira. Aunque ninguna de las demás mujeres de Thornfield presentan este último problema. En la mansión, las cuatro mujeres más importantes son: la señora Fairfax, ama de llaves, que ocupa el lugar del patriarca en su ausencia. La pequeña Adèle Varens, Blanche Ingram y Grace Poole. Veámoslas:

Adèle, la niña a la que Jane atiende como institutruiz, es una mujercita maliciosa y semejante a una muñequita. Una pobre niña huérfana, dócil, alegre y sencilla, probablemente fruto de los amores juveniles de Edward Rochester. Ella anhela vestidos a la moda, más que amor o libertad. Del mismo modo que lo hizo su madre, Céline, canta y baila para obtener lo que desea. Adèle y su madre pertenecen a la Feria de las Vanidades, como un modelo de mujer en un mundo de prostitutas, producto de una sociedad que recompensa la belleza y el estilo.



En esta ilustración de Paula Rego vemos a la pequeña Adèle declamando una fábula de la Fontaine, “La ligue des rats” que le había enseñado su madre, Céline “con un énfasis, un cuidado y una voz y unos ademanes tales, que demostraban a las claras lo mucho que le habían hecho ensayar aquella recita­ción”, narra Jane, que en el dibujo pone cara de circunstancias, no parece que demasiado complacida con la recitación. Como es típico de Paula Rego, la fábula entra a formar parte de la ilustración, en sus aspectos más crudos, como el detalle del gato comiéndose una rata.

En la siguiente litografía de Rego vemos de nuevo a Adèle, de rubia cabellera llena de rizos y bucles, toda ufana, bailando para el señor Rochester, después de haber recibido el regalo de un vestido de seda rosa. Es una ilustración que me gusta mucho, tanto por su disposición como por el retrato de los personajes. Adéle, delante del Señor Rochester y a nuestra derecha, como si fuese el “ojito” derecho de su “presunto” padre, está iluminada difusamente, como centro de atención del momento, brillando en su presumida exhibición de grácil danzarina con un gesto de triunfo, satisfecha de sí misma y de su regalo, mientras Jane permanece detrás del señor Rochester y a nuestra izquierda, como una sombra “siniestra”, oculta tras oscuros ropajes que la cubren por entero, dejando sólo ver su rostro entre sereno y severo, con los brazos cruzados, en actitud de rígido recato. Al fondo, en la sombra, otra chica, quizá el espíritu de la madre de Adèle, Céline Varens, la bailarina francesa que engañó a Rochester, también danza. Edward Rochester, el patriarca, ocupa el centro en pugna, sentado con una postura entre indolente, aburrida, reflexiva y contemplativa. Su figura está recortada en violentas luces y marcados sombreados, como dividido entre ambos tipos de mujer. Tiene aires de gran señor, mundano y elegante. Como un noble feudal, posa sus pies, calzados con botas altas, sobre su perro, en un gesto de posesión y autoridad. El perrazo negro parece ser una continuación de sí mismo, mirando a Adèle con la lengua fuera, mientras su cola, entre las sombras, por debajo de la silla, se orienta hacia Jane.


Blanche Ingram, invitada ilustre en la mansión de Rochester, también es un personaje de la Feria de las Vanidades. Mundana, como Adèle y su madre, pero con la diferencia de que tiene un lugar respetable en el mundo, dado que es baronesa. Es bella, alta, majestuosa, objeto de admiraciones masculinas y de buena cuna, aunque para Jane es como otra hermanastra malvada más, tal como lo fueron sus primas en Gateshead. No hay más que ver con qué burla y crueldad habla de las institutrices delante de Jane. Blanche y Rochester coquetean y se prometen durante un juego de sociedad, la charada del cortejo, una pantomima, un simulacro de matrimonio. Pero Rochester sólo parece que lo hace para dar celos a Jane y conseguir romper su reserva respecto a sus sentimientos. Y sabiendo que, en realidad, Blanche no le ama, que no está en juego su corazón y que su unión matrimonial sólo sería convencional, basada en un intercambio de intereses (dinero y posición de él a cambio de belleza y noble cuna de ella), Rochester, que ha vivido mucho, que tiene bastante de tahúr y de histrión, y que confiesa a Jane ser “un verdadero demonio” cuando descubre que las mujeres que sólo le gustan por su aspecto “no tie­nen alma ni corazón”, inventa un subterfugio para librarse del compromiso tácito: hace correr el rumor de que su fortuna es muy inferior a lo que Blanche cree, con lo cual consigue que sea ella la que le deje plantado, tal y como supongo que había previsto.

Con Blanche Ingram, Jane aprende una lección, y es que, quizá, en el juego del “mercado” del matrimonio convencional, hasta las mujeres más bellas y astutas, que usan artificiosas estrategias para atraer a los hombres, están condenadas a perder.


Este tríptico ilustrativo, titulado “Getting ready for the ball” nos muestra los preparativos de las señoras invitadas por Edward Rochester en su casa para las reuniones de sociedad previstas. A nuestra derecha, la que parece ser Blanche Ingram, está siendo ayudada a vestirse por una doncella. En el centro, las demás mujeres invitadas, acicalándose delante del espejo de una coqueta. A la izquierda, en el extremo opuesto a Blanche (opuesto en todos los sentidos), en un discreto rincón, Jane, observándolo todo. La impresión que recibe Jane de las ocho invitadas es de “distinción y elegancia”. “Aunque sólo fuesen ocho, la magnificencia de su as­pecto daba la impresión de que eran muchas más”, “la esplendidez de los adornos de todas las embellecía como una neblina embellece la luna”, “La gracia y ligereza de sus movimientos las asemejaba a una bandada de pájaros blancos”, son algunas de las descripciones que nos hace la narradora. En cambio, el punto de vista de Paula Rego es completamente distinto. Ella no las retrata en su magnificencia exterior, sino que nos ofrece un retrato interno, mostrándolas en sus aspectos más mezquinos y sórdidos: la grotesca Feria de las Vanidades.

La última mujer importante de Thornfield es Grace Poole, amante de la cerveza y cuidadora de Bertha, la mujer loca de Rochester, algo así como la imagen pública de la loca. Para Jane, Grace representa un desconcertante misterio. Por un lado la cree el origen de las tristes y extrañas carcajadas y murmullos del tercer piso. Pero, por otro lado, cuando se encuentra con ella, en las pocas horas que Grace comparte con los demás criados, muestra un semblante “sobrio y taciturno”, un laconismo monosilábico que no encaja con los sonidos desasosegantes que se supone que emite. Grace pasa la mayor parte de su tiempo en un cuarto del tercer piso, “tan sola como un prisionero en su calabozo”. Y es innegable que Grace está tan sola como Bertha o Jane, que actúan como agentes de los hombres, siendo guardianas de otras mujeres (Grace de Bertha, Jane de Adèle), pero tanto guardianas como prisioneras están atadas por las mismas cadenas. En cierto sentido, el misterio de los misterios que Grace Poole sugiere a Jane es el misterio de su propia vida y, por tanto, preguntarse por la posición de Grace en Thornfield, es preguntarse por la suya.

La siguiente ilustración representa a Grace Poole acompañada de Bertha. La litografía se titula “The keeper”. Rego la presenta como una mujer protectora en su inmensa encarnadura, acogedora, cálida, cómoda, como un blando y mullido colchón. La enajenada Bertha está abandonada confiadamente en su regazo como si fuese un receptáculo maternal o un cobijo amparador. Sus rasgos, relajados en pleno sueño, están dibujados, no obstante, con marcadas líneas, como de alguien señalado por alguna degradación, mientras sus piernas, con las rodillas dobladas permanecen abiertas en un aflojamiento procaz. Ambas, con enaguas y ropa interior ligera, están iluminadas, mientras Jane, de rodillas, entre las sombras, como una imagen oscura de represión y sumisión, las mira profundamente, con seriedad y curiosidad, manteniendo las manos entrelazadas, como debatiendo alguna inquietud íntima.


Edward Rochester aparece por primera vez en una escena que está dibujada como en un cuento de Hadas, con elementos míticos. Jane ha salido a dar un paseo, aprovechando para ir a echar al correo una carta de la señora Fairfax. A mitad del camino se sienta junto a la puertecilla de una valía. Según ella misma dice: “Envuelta en mi manteleta y con las manos en el manguito, no sentía frío, a pesar de la fuerte helada que había congelado el arroyito que corría por el centro del camino.”

En la siguiente ilustración vemos esa escena. Paula Rego la representa mostrándonos su pierna desnuda y el pie descalzo, quizá para decirnos que bajo la ropa que la protege del frío, hay otro frío más interior, el frío de la soledad, de la orfandad, en medio de un camino, bordeado de plantas silvestres, y rodeado de campos desiertos. Esta imagen muestra, curiosamente, más o menos el aspecto que yo siempre he a atribuido a Jane en mi imaginación.


Sentada en ese lugar y cuando “Sobre lo alto de la colina comenzaba a levantarse la luna, pálida aún como una ligera nube” (la luna es un elemento que siempre la acompañará a lo largo de la historia), Jane oye un “bronco rumor de fuertes pisadas”, las de una cabalgadura, cosa que despierta su fantasía. En este romántico escenario crepuscular helado, y sumida en sus fantasías de mitos y leyendas, Jane ve aparecer a Edward Rochester, montado sobre un corcel y precedido por un perro. Ella nos lo describe como si fuese la esencia misma de la energía patriarcal: “Bajo el gabán que ves­tía podía apreciarse la vigorosa complexión de su cuerpo. Tenía el rostro moreno, los rasgos acusados y las cejas espesas. Debía de contar unos treinta y cinco años.”


Paula Rego hace una representación de Rochester bastante acorde con la primera impresión que recibe Jane, de alguien masculino, vigoroso, que no responde amablemente a su ofrecimiento de ayuda, sino con aspereza, aspecto que, paradójicamente, la hace sentirse segura e insistir en brindarle sus servicios. Vemos en la imagen, efectivamente, a un hombre ceñudo que parece espetarnos con el descaro de su mirada algo así como: ¿Qué haces ahí?, ¿Tú qué miras?, mientras su perro “Piloto” ladra nuestra presencia.

No obstante, lo primero que ocurre es que Rochester sufre una caída al resbalarse el caballo en el hielo, mientras exclama algunos juramentos. Sin duda, el dominio del amo no es universal. Edward, a regañadientes al principio, acepta la ayuda de Jane. Jane le acerca el caballo y él apoya su “pesada mano” sobre el hombro de ella para subirse de nuevo a la montura, desapareciendo a continuación “como un arbusto que arranca el huracán de la estepa”. Después, Rochester, recordando la escena, también reconoce que a él le había parecido mítico el encuentro, aunque desde una perspectiva distinta a la de Jane. Resulta significativo que ambos reconozcan los poderes “míticos” del otro. Así pues, aunque en un sentido Jane y Rochester comienzan su relación como amo y sierva a su servicio, también la comienzan como iguales espirituales.

La igualdad se destaca además en otras escenas, que la van desarrollando de forma cada vez más compleja, como cuando Rochester apremia a Jane con rudeza a entretenerle y él le manifiesta: “...estoy persuadido de que usted se pondrá a mi altura” o “..no quiero tratarla como a un inferior”. Jane nos dice: “La espontaneidad de sus maneras me libró de la mo­lestia de sentirme cohibida, y la amistosa franqueza, tan correcta como cordial, con que me trataba, me impre­sionó. Al poco tiempo experimentaba la impresión de que Rochester era más bien un amigo que un amo, aun­que a veces me tratara con imperio. Pero no me moles­taba, porque comprendía que tal era su costumbre”. Así, en esa confianza que va naciendo entre ellos como iguales en espíritu, Jane es capaz de confesarle abierta y sinceramente sus principios de libertad e independencia: “Pues bien, señor, yo creo que usted no tiene derecho a mandarme porque sea más viejo que yo o porque haya visto más mundo. Esa superioridad que usted se atribuye dependerá del uso que haya hecho de su tiempo y de su experiencia.” O “Estoy segura, señor, de que nunca confundiré la falta de buenas formas con la insolencia. Lo primero me parece bien; a lo segundo, ningún ser humano nacido libre debe someterse, ni siquiera por un sueldo.”

Rochester elige a Jane como confidente de su aventura con la bailarina francesa Céline, la madre de Adéle, relato que impresionó a muchos lectores victorianos por indecoroso, al provenir de un hombre mayor y disipado e ir dirigido a una virginal institutriz. Frente a las sospechas y acusaciones victorianas de que Rochester está intentando seducir en Jane en todas esas escenas, por el contrario, está recreándose con su independencia inseducible en un mundo de Célines y Blanches que se venden a sí mismas. Rochester mismo se extraña de lo raro que resulta haber elegido a la joven e inexperta Jane como confidente en un plano de igualdad, pero explica muy claramente su elección por la seriedad , prudencia y buen juicio de Jane, que está hecha para ser depositaria de confidencias y a la que no cree posible contagiar ninguna maldad, porque es un espíritu único. Jane, por su parte, agradece las confidencias de Rochester como elementos de enriquecimiento personal, de apertura intelectual y espiritual, de conocimiento y de despliegue imaginario. Y a pesar de algunas escenas de vicio y corrupción, ella, que ni se escandaliza ni se sorprende, entiende que Rochester, en el fondo y por naturaleza era “un hombre de buenas inclinaciones, elevados principios y delicados gestos, que las circunstancias, la educación y el destino habían desviado. Su pena, cualquiera que fuese, me apenaba a mí y hubiera dado cualquier cosa por poder mitigarla.”-expresa.

La necesidad que Rochester tiene de la fortaleza y paridad de Jane se vuelve más clara pronto: por ejemplo, cuando le rescata de su cama ardiendo y después cuando le pide ayuda para curar las heridas que Bertha, la esposa loca de Rochester, ha inflingido a Richard Mason, su hermano proveniente de Las Antillas (aunque Jane cree, ignorante aún de la presencia de Bertha, que ha sido Grace Poole). O cuando Rochester le pregunta si se quedaría, le ayudaría y le consolaría si todos los demás le abandonasen, le atacaran o le menospreciaran. Y se aclara sobre todo que estos rescates los facilita el sentimiento de igualdad mutuo entre Jane y Rochester que queda de manifiesto, tanto en los pensamientos de Jane como en la actitud de él.

Así, cuando Jane le observa en plena charla con todas las mujeres ricas, bellas y nobles invitadas en Thornfield y reunidas en el salón, expresa lo siguiente: «No es para ellas lo que para mí -pensé. Él no es del corte de ellas, sino del mío. Estoy segura. Yo comprendo la elocuencia de sus movi­mientos y de su rostro. Aunque otras causas nos sepa­ren, en mi cerebro y en mi corazón, en mi sangre y en mis nervios hay alguna cosa que me hace semejante a él........ Cuando digo que soy como él, no quie­ro decir que posea su poder de sugestión, ni su atractivo, sino sólo que tengo sentimientos e inclinaciones iguales a las suyas. Sé que hemos de vivir siempre distantes y, sin embargo, mientras yo sienta y aliente, le amaré.»

De la misma manera, ese sentimiento de igualdad se manifiesta en la escena en la que Rochester se disfraza de gitana y hace pasar a todas las jóvenes invitadas para decirles la buenaventura. Jane es la única que no es engañada por Rochester, que le desvela al final su disfraz, quizá porque respeta en ella su libertad de conciencia, ese algo resuelto, salvaje e insobornable que ella posee y que, en la palabras de Rochester, parece hacerle decir: "Yo puedo vivir sola, si el respeto de mí misma y las circunstancias me obligaran a ello. No nece­sito vender mi alma a un comprador de felicidad. Poseo un escondido e innato tesoro que me bastará para vivir si he de prescindir de todo placer ajeno a mí misma, en el caso de que hubiese de pagar por la dicha un precio de­masiado caro". En definitiva, gracias a esa igualdad, Edward es capaz de ver más allá del disfraz cotidiano de Jane, la institutriz fea, tanto como ella puede ver más allá del disfraz de Edward, no sólo el temporal de gitana que dice la buenaventura, sino del cotidiano de Sr. Rochester, rico dueño de una casa señorial.

Este último aspecto se hace más explícito por las apasionadas declaraciones de Jane en su primera escena de compromiso. Comenzando con un nuevo intento de disfraz por parte de Edward (“Uno no puede hartarse de algo tan maravilloso como la bella Blanche”), este encuentro hace que Jane, en un momento de vehemencia, desesperación e ira, se quite sus disfraces en la declaración más famosa de su integridad: “¡Y yo le digo que me iré! ¿Piensa que me es posible vivir a su lado sin ser nada para usted? ¿Cree que soy una autómata, una máquina sin sentimientos humanos? ¿Piensa que porque soy pobre y oscura carezco de alma y de corazón? ¡Se equivoca! ¡Tengo tanto corazón y tanta alma como usted! Y si Dios me hubiese dado belleza y riquezas, le sería a usted tan amargo separarse de mí como lo es a mí separarme de usted. Le hablo prescindiendo de convencionalismos, como si estuviésemos más allá de la tumba, ante Dios, y nos halláse­mos en un plano de igualdad, ya que en espíritu lo somos.”

La respuesta de Rochester es otro despojamiento de disfraces, una confesión de que la ha engañado sobre Blanche y un reconocimiento de su paridad y parecido: “Mi novia está aquí: es mi igual y me gusta.

La energía que informa ambos discursos no es tanto sexual como espiritual y la falta de decoro de su formulación, como dijo una crítica de la época, no es moral sino política, en el sentido de que Charlotte Brontë parece haber imaginado aquí un mundo en que Cenicienta y el Príncipe, o amo y siervo, son democrática y profundamente iguales, con lo cual no puede haber impedimento para un matrimonio de ambas mentes sinceras.

Ahora bien, no todo el monte es orégano, y, como ya sabemos, sí existe un impedimento de antemano a la unión de Jane y Rochester, pese a sus declaraciones de igualdad. Algunos de los secretos de desigualdad entre ambos son, por ejemplo, la tendencia de Rochester a engaños y disfraces, que hace que Jane se pregunte: ¿Por qué tiene que engañar Rochester a la gente y, sobre todo, a las mujeres? ¿Qué secretos se ocultan bajo las charadas que representa? Una respuesta es, sin duda, que él mismo siente sus engaños como una fuente de poder y, de este modo, al menos en el caso de Jane, una evasión de esa igualdad en la que declara creer.

Otra de las barreras es el conocimiento sexual de Rochester, como el disoluto conde del mismo nombre o el Barbazul del corredor del tercer piso al que alude Jane, y que él mismo reconoce cuando afirma su superioridad sobre Jane por tener “cien años más de experiencia”. Es decir, el secreto es el de la potencia masculina y el de la culpa sexual masculina. La narración aparentemente indecorosa que Rochester hace a Jane de sus aventuras sexuales es una especie de reconocimiento de la igualdad de Jane y él. Sin embargo, su posesión de los detalles ocultos de la sexualidad, simbolizados tanto en su ilegímita hija Adèle, como en las puertas cerradas en el tercer piso tras las cuales se agazapa su esposa loca Bertha como un animal, restringe y socava esa igualdad. El Príncipe es inevitablemente superior a Cenicienta, porque será él el que la inicie en los misterios de la carne. De ahí las tensiones que se desarrollan tras la declaración. Rochester, por un lado, después de haber logrado el amor de Jane, casi comienza a tratarla como una inferior, un juguete, una posesión virginal, porque ahora se convierte en su iniciada, su “niña esposa”; mientras que Jane, por otro lado, percibiendo un nuevo sentimiento de poder, decide mantenerlo a raya, ya que no resiste que quiera vestirla como una muñeca ni entrar a formar parte del “harén” de mujeres que ha tenido. Aunque las reservas de Jane le han parecido a algunos críticos sólo las consecuencias del pánico sexual de Jane, neófita en el sexo, del contexto se deduce que son más políticas que sexuales, intentos de encontrar una fuerza emocional más que expresiones de debilidad. Yo estoy de acuerdo con las estudiosas americanas en esto, no veo a Jane nada miedosa en cuestiones sexuales, puesto que no se lleva las manos a la cabeza ni se escandaliza con las confesiones de Edward. No es una mojigata, e incluso me la imagino bastante sabia instintivamente en ese terreno.

El secreto definitivo e impedimento literal para el matrimonio de nuestros protagonistas es la existencia de Bertha, la esposa loca del dueño de Thornfield. Pero en este caso los hechos ocultos sugieren la inferioridad del amo y no su superioridad. Rochester reconoce que se casó con Bertha Mason por posición, por sexo, por dinero, por todo menos amor e igualdad, lo cual hace que sienta desprecio por sí mismo, tal y como declara: “Me domina el dolor del desprecio por mí mismo. Nunca la quise, nunca la aprecié, ni siquiera la conocía”. Y su afirmación recuerda la que hace Jane de su propia superioridad cuando cree que Rochester piensa en casarse con Blanche Ingram por motivos que no son el amor: “Yo despreciaría tal unión, por lo tanto, soy mejor que usted”. Luego, en cierto sentido, el crimen más serio que Rochester ha de expiar ni siquiera es el de explotar a los demás, sino el pecado de explotarse a sí mismo, el mismo pecado de Cèline y Blanche, al cual él había aparecido completamente inmune.

Otro impedimento es el concepto patriarcal del matrimonio que tiene Rochester y la sociedad en general. Es un impedimento que genera Jane, que percibe que, en su mundo, hasta la igualdad de amor entre mentes sinceras conduce a las desigualdades y los despotismos menores del matrimonio.

Así pues, debido a estas sombras y presagios, no es de extrañar que cuando se intensifica la furia y el miedo de Jane acerca de su matrimonio, es arrastrada simbólicamente al pasado, experimentando el peligroso sentimiento de duplicidad y extrañamiento que había comenzado en el cuarto rojo de castigo de Gateshead.

El primer signo de que esto está ocurriendo es el sueño vigoroso y recurrente con un niño que comienza a tener cuando cede a mantener un romance con su amo. Primero aparece la noche en que Bertha ataca a Richard Mason y al día siguiente la llaman de Gateshead para ver a la señora Reed que está agonizando, quien la hace recordar una vez más qué era y qué sigue siendo en potencia: “¿Eres Jane Eyre?...Una vez me habló como una loca o un diablo”. El fantasma infantil reaparece en dos sueños dramáticos la noche antes de la víspera de la boda, durante los cuales siente con pesar que una “barrera” la separaba de Rochester

El niño también es un síntoma de la disolución de la personalidad que Jane parece estar experimentando en las semanas que preceden a su boda, una fragmentación del yo comparable a su “síncope” en el cuarto rojo. Jane Eyre se separa de Jane Rochester, “una persona aún desconocida para mí”-dice Jane-; la niña Jane se separa de la Jane adulta, y la imagen de Jane se separa extrañamente del cuerpo de Jane cuando la mañana de su boda se mira al espejo y ve “una figura vestida y con velo, tan diferente de mí misma que casi me pareció la imagen de una extraña”-declara. No es sorprendente, por tanto, que otro espectro más misterioso, una especie de “vampiro”, aparezca en medio de la noche para rasgar y pisotear el velo de novia de esa persona desconocida, Jane Rochester.

Por supuesto, el espectro nocturno, el vampiro, no es otro que Bertha Mason Rochester que, en un plano figurativo y psicológico, no parece sino otra encarnación de Jane, sin duda la más amenazadora. Bertha es la doble de Jane más verdadera, que tiene la “fuerza viril” suficiente para hacer lo que a Jane le gustaría hacer, ya que es “una mujer de gran estatura, casi igual que su marido”. Bertha es el aspecto furioso de la niña huérfana, el feroz yo secreto que Jane ha tratado de reprimir desde sus días de Gateshead.

Relacionado con esta gemelidad entre Jane y Bertha hay un aspecto aún más interesante que la presencia del niño, en el sentido predictivo, en el último sueño de Jane, y es el de las ruinas de Thornfield. El profundo deseo de Jane de destruir Thornfield, el símbolo del dominio de Rochester y de su propia servidumbre, será realizado por Bertha, que quema la casa y se destruye a sí misma en el proceso como si fuera un agente del deseo de Jane tanto como del suyo. Y nos damos cuenta de que, en realidad, Bertha ha funcionado como la doble oscura de Jane a lo largo de toda la estancia de la institutriz en Thornfield. Cada una de las apariciones de Bertha se ha asociado con una experiencia (o represión) de ira por parte de Jane.

Sin embargo, muchos críticos sugieren que más que una doble de Jane, Bertha es una imagen admonitoria para nuestra protagonista, que le sirve de advertencia y aviso del peligro de traspasar ciertas barreras, por lo cual Jane debe recortar su imaginación hasta los límites de lo soportable para una mujer impotente de la Inglaterra de su época. Digamos que Bertha, mientras lleva a cabo las secretas fantasías de Jane, debe salvarla de la locura, enseñándole cómo no actuar, del mismo modo que el instinto de autoconservación la ha salvado anteriormente de otras tentaciones. No en vano, también hay diferencias entre ellas: Jane es pobre, pequeña, pálida, pulcra y callada, mientras que Bertha es rica, alta, robusta, sensual y extravagante, más “al estilo de Blanche Ingram”, como señala Rochester, recordando que en los tiempos de su noviazgo fue bella.

Veamos cómo la representa Paula Rego. Tenemos dos litografías sobre el personaje.


En la primera de ellas, se nos muestra en su época de esplendor: la sensual, seductora, atractiva, voluptuosa, exótica, caliente, desinhibida y misteriosa jamaicana, dibujada con aires de puta o libertina (¡menudos taconazos!), antes de convertirse en Bertha Mason Rochester y la loca de Thornfield.

El personaje de Bertha ha fascinado a algunos artistas, incluida, creo, Paula Rego. Hay una novela, titulada Ancho mar de los sargazos, escrita por Jean Rhys, autora también digna de estudio y víctima de insania como Bertha, que desarrolla este personaje, apenas esbozado en Jane Eyre, haciéndole justicia, convirtiéndolo en un retrato fascinante y desgarrador, según dicen, yo no la he leído aún.


En esta segunda ilustración de Rego, Bertha ya es la “vampira” de Thornfield, la perturbada criminal, la mujer dominada por sus pasiones y visiones. Sin embargo, la representación de Paula nos induce a la lástima. A pesar de las facciones abotagadas por cierto grado de envilecimiento, exceso, degeneración y animalidad, muestra un aspecto abatido, desvalido en su semidesnudez impúdica, de profunda tristeza, como de persona utilizada, incomprendida, temida, abandonada, oculta y encerrada a los ojos de todos. En definitiva, una pobre mujer enferma y olvidada.

También Rochester entiende la relación existente entre Bertha y Jane, estableciendo la diferencia entre ellas. Nos relata que buscaba una mujer que fuera la imagen contraria a su primera esposa, Bertha, la libertina (representante del “infierno” antillano y colonial en general, frente al “cielo” de la Vieja Europa, asunto sobre el que habría mucho que comentar, pero que dejo aquí sólo señalado en este paréntesis ). Viajó por toda Europa para encontrarla, sin éxito. Sus tres amantes le salieron rana. Y al final vino a toparse con su sueño en su propia casa, en la Inglaterra natal, en la persona de la institutriz a su servicio.

Cuando se descubre el pastel de la existencia de Bertha y la boda con Jane no puede celebrarse, Rochester les enfrenta a todos con la loca, y vuelve a quedar establecida la relación y diferencia entre ambas: “Esta es mi esposa”, les dice señalando a Bertha, “Y ésta, es la que yo quería…..esta joven que se mantiene tan seria y tranquila en la boca del infierno, mirando sosegada las cabriolas de un demonio. Yo la quería en lugar de la fiera lunática…..Comparen estos ojos francos con los globos enrojecidos de la otra, este rostro con aquella máscara, esta figura con aquella masa”.

Sin embargo, por las imágenes recurrentes de la novela de similaridades entre Jane y Bertha (sus apariencias de “duendes”, sus paseos por el tercer piso, el miedo de Jane de ser un monstruo, su valoración de estar loca, etc) resulta indudablemente claro que Bertha no es sólo la doble que actúa PARA Jane, que cumple sus secretas fantasías, sino que también actúa COMO ella. Para equilibrar la aterradora visión que tiene la Jane niña de sí misma como una figura extraña en el hueco del espejo del cuarto rojo de Gateshead, la Jane adulta percibe claramente a su terrible doble, Bertha, cuando se pone el velo de novia preparado para ella y se vuelve al espejo. Las facciones de Bertha reflejadas en el cristal oscuro en ese momento, las ve como si fueran las suyas propias.

Porque pese a todos los hábitos de armonía que consiguió en los años pasados en Lowood, y su apariencia de un carácter “disciplinado y sometido”, debemos reconocer que Jane reprime su furia bajo una fachada sumisa. El impulso salvaje de su alma no ha sido exorcizado y no lo será hasta que la muerte literal y simbólica de Bertha la libere de las furias que la atormentan y haga posible un matrimonio en igualdad, es decir, haga posible su integridad. Cuando Bertha se cae del muro en ruinas de Thornfield y se destruye, la niña huérfana también rodará de sus rodillas, como predice el sueño, desaparecerá el peso del pasado y ella se despertará. Mientras tanto, como dice Rochester, “nunca ha habido nada tan frágil y tan indomable al mismo tiempo”…..”Piensa en esos ojos, en el ser resuelto, feroz y libre que mira por ellos”….”Haga lo que haga con la jaula, ¡no puedo alcanzar a la criatura salvaje y bella de dentro!”.

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