19 febrero 2011

Más allá de las apariencias


Ese invierno era distinto de los otros. La misma nieve sobre las copas de los árboles, pero otro frío más intenso adueñándose de la casa y del hombre. Él notaba una emanación aterida difundiéndose en el pecho, pero se esforzaba por ignorar su presencia. Había recibido la muerte de su mujer, Isabel, acaecida al final del verano, con un abatimiento casi inexpresivo, con el gesto resignado de lo que se acepta como irremediable. Inmediatamente después del entierro reanudó su rutina metódica, pero sustituyó por una visita al gimnasio el paseo que daba todas las tardes con Isabel por la alameda cercana al río.
 
En el trabajo una novedad que le molestaba. Su auxiliar habitual había pedido una excedencia de seis meses por asuntos propios. Asignaron en el puesto a una sustituta cuyo aspecto y carácter le irritaban. Solicitó otro candidato en Recursos Humanos, pero no había ninguno más disponible en ese momento que cumpliera el perfil. La mujer ofendía su sentido de la mesura, de la prudencia, de la digna contención y del buen gusto. La apodó en su interior “la cacatúa” por considerar que adolecía de verborragia pueril y de una jovialidad que, por excesiva, le parecía falsa. Encontraba grotesca su forma de vestir, consistente en amplios jerseys sin forma, faldas hippies hasta media pierna con llamativos estampados, medias de lana de dibujos geométricos o infantiles y colores rutilantes y zapatones de tacón bajo con un prominente lazo presidiendo el empeine, todo en una mezcolanza de tonos inacordes y sin armonía en su apreciación de hombre atildado, sobrio y elegante. Lo que más le horrorizaba, aparte del sobresaliente rabillo que se pintaba en la comisura de los ojos con eye liner y los grandes pasadores con motivos de margaritas con los que se recogía los laterales del cabello desaliñado, eran los abalorios de cuentas y piedras con los que se adornaba profusamente y en los que se intercalaban como elementos colgantes crucifijos, mandalas, amuletos, símbolos esotéricos y religiosos de todo tiempo y cultura en una irreverente promiscuidad. A pesar de ser ateo, escéptico y pro científico, hubiera respetado a un cristiano, un budista o un islámico de corazón, tal era su idea purista de una verdadera y profunda religiosidad, pero despreciaba aquel batiburrillo espurio y exhibicionista, que para él sólo era una manifestación de espiritualidad superficial de mercadillo, una muestra clara y palpable de superstición estúpida, propia de una maruja ignorante y vulgar.

En el trabajo, tuvo que reconocer, a su pesar, sorprendido, que Adela, la mujer, era una excelente programadora. Tenía ocurrencias frescas, rápidas y luminosas. Lo que no sabía era cómo el orden mental podía sobrevivir en el desorden que era toda ella. La mesa de despacho de Adela, en contraste con la suya propia, despejada en su mayor parte y con unos pocos elementos imprescindibles colocados en perfecta relación, era un ejemplo de anarquía y caos. Rebosaba de papeles, fotocopias, notas, pos-it de diferentes colores, libros, botes con bolígrafos, plumas, rotuladores, lápices y todo tipo de productos de papelería. Ella, además, tenía la costumbre, contraria también a la suya, aséptica e impersonal, de individualizar todo lo que tocaba como una forma, según decía, de “dotarlo de humanidad, vida y energía”. Así había dispuesto también sobre la mesa una planta de poto, dos cactus, un marco con la fotografía de su hermano y su sobrina, una pirámide de cristal celeste y una piedra lisa, rectangular, sobre la que había pintado un diseño personal de una carta del tarot.

La intuición de Adela adivinó desde el principio la reprobación que causaba en su jefe, pero a estas alturas ya no le importaba, aun viniendo de él; estaba acostumbrada a que la considerasen estrafalaria, incluso ridícula. Sin embargo, esa impresión siempre provenía de personas excesivamente formales y más preocupadas por las apariencias que por por indagar en el interior de sus semejantes. Solían ser adultos herméticos, distantes, incapaces de mostrar sus sentimientos o simplemente de tenerlos o empatizar, con un arraigado sentido de su superioridad ante los otros. Ella los llamaba “estirados insensibles”, y su nuevo jefe, contrariamente a lo que había imaginado, parecía ser un espécimen modelo de ese tipo. Alguna vez se planteó si la fachada o imagen chocante con la que se presentaba ante el mundo no era en realidad más que una manera de detectarlos y cribarlos y si no sería también ése un modo, igual al de ellos, de establecer distinciones y de apartar de sí a todo aquél que no fuera de una condición pareja a la suya. Tuvo que reconocer esa posibilidad, aunque no la estimaba como cierta, ya que no les cerraba la puerta de su corazón. No obstante, gustaba de considerar como sus verdaderos jueces y amigos a los niños y a los que, aunque ya no lo eran, conservaban algo de la magia pura, inocente y fresca de la primera infancia. Ellos no sólo la aceptaban tal cual, sino que precisamente la adoraban por ser y parecer como era. Una de sus mayores alegrías y satisfacciones era dedicar sus tardes libres a dar clases gratuitas de arte plástico a grupos infantiles de un barrio marginal en una pequeña y modesta asociación de antiguos conocidos. Le maravillaban la fantasía y creatividad que eran capaces de desplegar en sus obras. Hubiera querido dedicarse plenamente a la enseñanza, pero su experiencia dentro del sistema no había sido propicia. Sus métodos habían despertado suspicacias, cuando no habían desatado una verdadera polémica en su contra. Una buena parte de sus compañeros maestros carecía de vocación y, en su opinión, ejercía sobre los niños una auténtica influencia deformadora. Esos mismos y algunos padres influidos por ellos consiguieron que la expulsasen del colegio donde ejercía. Como consecuencia, ahora prefería desempeñar la tarea a su aire, de forma independiente y sin que su supervivencia dependiese de ello, sin que mediase una remuneración, sólo por el placer de esa entrega. Su mayor deseo y ambición era ser madre de una familia numerosa, pero no había encontrado al hombre idóneo. Le apenaba que en la vida de adulta las relaciones con los demás no hubiesen seguido siendo tan fáciles y sencillas como cuando era pequeña y se acercaba a otro de su edad. Sin mediar palabra empezaban a jugar juntos. Pero crecer había resultado una dura experiencia de dolor, frialdad y distanciamiento. Sus escasas relaciones sentimentales habían resultado nefastas. Había sopesado la posibilidad de ser madre soltera, pero acabó por rechazarla dado que no quería privar a su posible descendencia de una figura y referencia paterna.

La relación entre ambos, Adela y su jefe, a pesar de sus diferencias y de latentes tensiones, se mantuvo en una correcta cortesía, en la que el hombre impuso un “usted” distanciador, que ella respetó aunque le resultaba incómodo. En el aspecto laboral empezaron pronto a compenetrarse bien y ella sentía que, en ese sentido, se había ganado su respeto. Eso la halagaba vivamente. “Discúlpeme, Adela, no puedo concentrarme. Siga usted con la interfaz que yo comenzaré con la compilación para el programa del despacho de abogados en el otro ordenador”-dijo él en un tono disimulado de fastidio un día en que trabajaban uno al lado del otro y que había reparado en el atuendo de ella más de lo habitual- Fue para Adela como un mazazo que la despertó. Se sintió profundamente herida y avergonzada a la vez, porque por primera vez se percató de que el rechazo del hombre no era producto de prejuicios superficiales, sino de la sensibilidad estética y moral arraigadas que conforman un carácter, una forma de ser particular y peculiar, incompatible con la suya. A partir de entonces se propuso limar todas las asperezas posibles mientras permaneciese en aquel despacho. Optó, dentro de su estilo, por un vestuario de tonos lisos y discretos, se despojó de la mayoría de los adornos y refrenó su vehemencia extravertida, su propensión comunicativa y curiosa para no molestar el talante circunspecto y reservado deĺ compañero. Él observó el cambio, pero no dijo nada. Sin embargo, le sonrió abiertamente al irse. Para ella fue suficiente y compensadora esa manifestación.

Adela no dejaba de admirar la fortaleza del hombre, su fuerza de voluntad y su constancia. Era como una roca inamovible e inconmovible. Siempre los mismos lugares, a la misma hora, sin que le hicieran mella las circunstancias o el clima. Ella, en cambio, era variable y un espíritu inquieto que no había terminado de cuajar nada y en nada. A sus treinta y cinco años aún daba bandazos sin haberse establecido en ningún sitio. Era la eterna sustituta de otros en muy distintos oficios. Sin embargo, él había finalizado con éxito y brillantez todo lo iniciado y tenía un enorme prestigio en su profesión. Nadie se explicaba, en los círculos entendidos, cómo no se había independizado fundando su propia empresa y prefería permanecer en su oscuro puesto y enriquecer a otros. Ella había seguido su trayectoria y le concebía como un alma modesta, leal y romántica. Le había servido como referente para decidir afincarse en el mismo campo de actividad, para la que, según sus formadores, tenía buenas cualidades. Por eso había presentado un currículum en su compañía, con la esperanza de compartir alguna vez un proyecto con él, aunque sabía que había exigido trabajar solo, atendido únicamente por un ayudante. Cuando le comunicaron que sustituiría por unos meses a su auxiliar, no cabía en sí de gozo. La realidad, sin embargo, fue muy distinta a lo que se esperaba. Se encontró con un hombre frío y displicente. Parecía carecer de cualquier tipo de entusiasmo y, sin embargo, su exigencia y perfeccionismo la avasallaban. Las únicas debilidades que le había detectado era una mal disimulada hipocondría, por la que abusaba de vitaminas y píldoras, y algunas manías que, en su opinión, debían esconder algún tipo de aprensión. A ella, por ejemplo, le gustaba ventilar el ambiente, pero la preocupación del hombre por las corrientes de aire obligaba a tener cerradas las ventanas herméticamente. La víspera de Navidad, Adela se despidió con el tópico deseo de felicidad en compañía de la familia. La fisonomía de él cambió, pareció encogerse de repente con el peso de alguna desolación. “Mi mujer murió” -dijo sencilla y tranquilamente, pero con un matiz en su voz que dejaba entrever la profunda dimensión de su soledad. “¿No tuvieron hijos?”. “No, no tuvimos. Los niños son ruidosos, irracionales y crueles”- contestó él a guisa de explicación-. ¡Cuán diferentes somos!- Pensó ella tristemente afectada, sin manifestarlo.

Una mañana de febrero, al llegar a la oficina, Adela fue reclamada por la recepcionista: “El Sr. Andrade ha llamado diciendo que no vendrá hoy a trabajar. Está enfermo con gripe. Y debe estarlo porque nunca ha faltado al trabajo antes. Dice que siga usted con lo que comenzaron ayer. El director, según me ha comentado su secretaria, está preocupado e irá a verlo mañana, cuando regrese de Londres.” Al terminar la jornada, Adela tomó la determinación de visitar a su jefe. Recogió unas fiambreras en su piso conteniendo distintos caldos y guisos y se vio llamando a su puerta. El hombre tardó en abrirle y eso la inquietó. Al verla su expresión no fue de bienvenida. Pero eso no la arredró, porque intuía que él únicamente quería ocultar a la vista ajena, por el mismo acendrado pudor que le impedía desvelar sus sentimientos, la angustia y el desvalimiento que sentía al encontrarse enfermo y que se reflejaba claramente en su expresión. Ella, suavemente, tomó las riendas de la situación. Le arrastró delicadamente hasta el sofá donde le ayudó a sentarse, colocando una manta de viaje sobre sus piernas. Él no tuvo vigor para resistirse a la invasión. En la cocina, Adela calentó algo en el microondas. Vino acompañada de una taza humeante. “Tómese esto, le entonará. Llamaremos al médico. Y no se preocupe” -dijo con un gesto animoso -. No será nada grave. Yo estaré aquí. Yo le cuidaré. Todos necesitamos a alguien que nos atienda cuando nos sentimos mal.”

Él iba sorbiendo lentamente el líquido de la taza. El sabor del caldo le resultaba extraña y entrañablemente familiar y fue despertando en él, aletargado por la fiebre, algo dulce y dormido que minaba su coraza de resistencia.“Isabel, Isabel”, musitó con voz quebrada, ya derrotado, mientras un dolor agudo en su interior hacía desbordar en silencio una lágrima furtiva. En la puerta de cristal de la habitación vio reflejarse la figura de aquella extravagante mujer que arreglaba su cama, ahuecando enérgica las almohadas, con su falda roja, espumeante de vida. Era como una aparición colmada de encanto. Una inusitada ternura le embargó e inundó todo su ser con una intensa calidez desconocida. 
 

Rachmaninov - Vocalise

0 comentarios: