28 febrero 2011

Testamento (legado al Amor). John Donne



Antes que entregue al fin mi último suspiro, permíteme que exhale,
oh poderoso Amor, algunas voluntades. Por la presente dejo
mis pupilas a Argos, si mis pupilas ven,1
mas si son ciegas, a ti te las dejo, Amor;2
a la Fama, mi lengua; a los embajadores, mis oídos;
a las mujeres o al mar, mi llanto.3
Tú, Amor, me has enseñado tiempo hace,
cuando me hiciste siervo de mujer que otros veinte tenía,
a nada dar sino al que antes en demasía hubiese ya tenido.

Mi constancia doy a los planetas;
mi verdad, a quienes viven en la corte;4
mi ingenuidad y mi franqueza5
doy a los jesuitas; a los bufones, mi melancolía;
mi silencio, a cualquiera que haya vuelto de lejanos países;
a un capuchino, mi dinero.6
Tú, Amor, me has enseñado, pues me hiciste
Amar donde el amor no tenía acogida,
a dar tan sólo a quien el don no sirve.

Doy mi fe a los católicos-romanos;7
mis buenas obras doy a los cismáticos8
de Ámsterdam; lo mejor de mis modos
y mi cortesanía, a una universidad;
mi modestia la doy a harapientos soldados,
compartan los jugadores mi paciencia.
Tú, Amor, me has enseñado, pues me hiciste
amar a una mujer que mi amor tuvo en poco,
a dar a quien mis dones juzga indignos.

Doy mi reputación a cuantos fueron
mis amigos; mi habilidad, a mis enemigos;
lego a los escolásticos mis dudas;
mi enfermedad, a médicos o a excesos;
a la naturaleza, cuanto he escrito en verso;
y a mis compañeros, doy mi ingenio.
Tú, Amor, que me rendiste
a quien antes en mí este amor engendrara,
me has enseñado a dar como si diese, cuando tan sólo restituyo.

A aquél por el que doble la próxima campana
dejo mis libros médicos; todos mis manuscritos
de consejos morales doy a los manicomios;
mis medallas de bronce, a los que viven
en privación de pan; lego a los que viajan
por tierras extranjeras mi lengua inglesa.
Tú, Amor, que me impusiste amar
a quien creyó su amor suficiente alimento
para amantes más jóvenes, da también a mis dones igual desproporción.

Dejaré, pues, de dar; más desharé
el mundo con mi muerte, porque con ella morirá el amor.
Todas vuestras bellezas no valdrán más entonces
que el oro de las minas cuando nadie lo extrae;
ni serán ya más útiles todos vuestros encantos
que un cuadrante solar en una tumba.
Tú, Amor, me enseñas, pues me has enamorado
de quien a ti y a mí deja en el olvido,
a inventar y aplicar el solo medio que a los tres a la nada nos reduce.

(Versión de José Ángel Valente9)


Mirando un libro donde José Ángel Valente traduce y versiona poemas de otros autores como Cavafis, Hölderlin, Paul Celan, John Keats, me encontré con John Donne, insigne poeta inglés de altos vuelos y profundidades metafísicas, cuyas bondades literarias algunos consideran superiores a las del propio Shakespeare, fetiche excelso donde los haya de los estudiosos de la literatura anglogermánica. Parece también que los sermones clericales de Donne eran de una elevada elocuencia y productores de transportes espirituales.

Su poema Testamento, que se puede leer arriba, me ha retrotraído a un instante muy lejano en que reflexionaba torpemente sobre qué es eso del amor y sobre cuál es la forma más pura de tan cantado, alabado y sublimado sentimiento, gastado en su significación de tan sobado. Recuerdo únicamente ahora mismo la conclusión a la que llegué y que rezaba así (cítome a mí misma): “El amor más puro es aquél que se dirige a quien está ahíto y no lo necesita”, idea que he visto reflejada, por primera vez y en cierta forma, en la estrofa que abre el poema y cuya aprehensión me ha parado en seco sobre él. Donne, no obstante, enriquece su poema, de una sencillez aparente porque usa un lenguaje coloquial, con otras complejas consideraciones y extremos a los que la tradición occidental sobre el amor podía hacernos llegar y en las que yo no había reparado, porque para eso él es un maestro del pensamiento y la palabra y yo no.

Suele ocurrirme a veces que olvido el camino por el que he llegado a una determinada instancia, como me ha sucedido precisamente con la conclusión antes señalada. Y se me antoja que quizá el de Donne me haya salido al paso, como una especie de poema-destino, para hacerme retomar el hilo de los argumentos, pero en vía de vuelta, reculando hacia sus fuentes o principios, desandando mis propias huellas. Y digo destino no en un sentido de determinación significativa, sino como un simple lugar de reencuentro conmigo misma, con aquello que pensé una vez y que sólo al verlo expresado a través de otro he recordado.

Pues bien, tornemos a mi pretérito indefinido y con el diosecillo amor reencontrémonos. Seguramente, porque es un concepto harto contemplado, partiría de la consideración del amor como un sentimiento dádiva. Me diría: “El amor es dar. El amor es entrega incondicional”. Luego seguiría con el razonamiento de que para que la entrega fuera pura, para que no estuviera viciada por ninguna condición ni interés, la forma de asegurarse era que el otro, el que la recibiera, no la necesitara, porque si la necesitase de alguna manera se podría correr el riesgo de obtener algún tipo de satisfacción distinto al propio sentimiento de dar, como sería por ejemplo el de obtener agradecimiento o el de conseguir alguna forma de poder sobre el otro, o algún tipo de reciprocidad. Et voilá, ya hemos llegado. Caramba, qué camino más corto, ¿sería así en su momento? El argumento, por su parte, es muy flojo, porque no se basa en lo que es, sino en lo que podría ser, en posibles peligros implícitos. El amor visto así además es inane. Es como dar un euro a un millonario. Tiene sólo en cuenta la pureza de miras del que siente el amor, del que da, pero no tiene en cuenta al que recibe y al que se supone que el amor, para ser tal, tendría que producir un efecto benéfico y no quedar en la estacada de la indiferencia. Aunque ciertamente tiene el encanto de no ser una consideración utilitaria, en estos tiempos en que el sentido lo da la utilidad y el provecho.

Donne, desde luego, no habla de pureza amorosa. Su poema más bien parece un reproche irónico al “poderoso Amor”. Más o menos le viene a decir, según lo entiendo yo, y perdonad la rudeza del lenguaje: Amor, eres un auténtico malnacido. Me has hecho amar (y entregarme por ende) a una mujer incapaz de corresponder, desdeñosa, con múltiples adoradores, que me considera indigno y desprecia mis dones, desproporcionados a sus deseos. Pero ya verás Amor, con mi muerte vendrá mi justa venganza, acabarán tus desmanes, morirás conmigo, porque mi legado no es sino una burla a tu propio estilo. Y entonces todo lo que utilizaste para conseguir mi entrega, la hermosura y los encantos, no valdrán nada. Con mi muerte destruiré tu mundo soberano, a ella y a ti. Todo quedará reducido a la nada. Claro, que triste venganza la que lleva implícita la propia destrucción. No hace más que reafirmar y reconocer el poder que tiene sobre nosotros aquello que deseamos aniquilar.

Pero ahora me pregunto, ¿es realmente amor eso de lo que habla Donne? Pues no sé. Para mí no. Pero cada cual tiene su paradigma de lo que quiere decir cuando habla de amor. Para los grandes representantes de la lírica, como es Donne, el amor, centrado fundamentalmente en el erótico, era expresado como un sentimiento contradictorio y ambivalente (hielo abrasador, por ejemplo), como un estado en el que se fundían la agonía y el éxtasis, el cielo y el infierno, la alegría más desbordada y la desesperación más umbrosa. El amor era alabado y condenado por igual. Más que un actuante consciente y voluntario, el poeta se representaba a sí mismo como una víctima de los manejos caprichosos del amor, como un pelele indefenso ante una emoción tan avasalladora. La obsesión por la amada, la incertidumbre, los celos y la preocupación por la fidelidad de la misma, eran también elementos comunes a todo el edificio poético, expresión de lo que podría llamarse con más propiedad, creo yo, amor-pasión. Y así podemos observarlo en toda la poesía del Siglo de Oro español. Para muestra léase “Varios efectos del amor” de Lope de Vega o “Definición del amor” de Quevedo. Aquí es más importante el sentimiento y los efectos del amor en el sintiente, que sus consecuencias en la persona amada. Es un amor restringido y exclusivo, centrado en el objeto amoroso, el cual se supedita al propio deseo, en la búsqueda de la propia satisfacción y plenitud.

Luego está el paradigma del amor-dádiva, que ya hemos adelantado arriba, donde yo creo que se tienen más en cuenta los resultados sobre el receptor del amor y no tanto sobre el dador. La definición clásica del mismo consiste en la búsqueda del bien ajeno. Ya no importa tanto el sentimiento, sino el bien que produce en el otro. Es más, tampoco es necesario sentir para dar, aunque produzca más gozo con sentimiento. Es un tipo de amor éste que consiste más en un acto de voluntad que en una inclinación afectiva, aunque en ocasiones más que la voluntad libre y consciente sentimos como si actuase la debilidad o incapacidad para decir que no, alguna tendencia masoquista natural, una deuda moral o un impulso que no se sabe bien dónde nace y que se dirige contra la propia voluntad; como si se estuviese produciendo un abuso sobre nosotros, frente al que nos rebelamos interiormente, pero que vemos sin escapatoria. El caso es que en este tipo de amor, que es de lo que se trata, el amado no es utilizado para satisfacer los propios deseos, no es referido a las propias necesidades, sino que se le afirma en el acto de amor, se le proporciona lo que necesita, se le alimenta en su alteridad para que crezca como persona, se le abren los horizontes y las perspectivas. Es un amor que no castra ni absorbe, sino que libera. Su tendencia es quizá más universalizante, más ecuménica.

Habrá otras formas de concebir el amor de modo cuantitativo y cualitivativo. Pero la cuestión es que se habla de él en muchas ocasiones como la panacea de todos los males, como un concepto elevado y sublime, y yo sólo veo a mi alrededor, mezclados con el amor, intereses mezquinos, condiciones limitantes, manipulación, superficialidad, egoísmo, zafiedad y cursilería. Cuando la gente habla de incondicionalidad, la suele referir a un tiempo a posteriori a la instauración del amor. Pero para que se inicie éste, sin embargo, se exigen muchos requisitos. Véase un anuncio tipo por palabras solicitando relaciones: “Se busca chico guapo, simpático, inteligente, educado, culto, universitario y solvente para relación estable”. Una vez que la persona ha encontrado al chico guapo, simpático, educado, culto y solvente, etc., entonces le dice: “Siento por ti un amor incondicional”. ¡Nos ha fastidiado; pero si ha exigido ya todas las condiciones de antemano!, ¿qué más puede pedir? Bueno, sí, por pedir que no quede: un coche, un piso en la ciudad, una casa en la playa, un diamante de pedida de tropecientos kilates y un crucero por el Mediterráneo en la luna de miel. Y eso sólo para empezar. A esto le llamo yo un contrato o convenio de intereses, muy respetable y útil. Hay intereses de todo tipo y color, desde los sexuales, a las relaciones de poder y de dominación/sumisión, los de clase social, etc. Pero llamarlo amor le queda grande a todos ellos, bajo mi punto de vista.

La consecuencia, en cambio, de un amor incondicional establecido a priori sería que podríamos querer a cualquiera. Es más, la implicación más profunda consiste en el amor universal, que no hace distinciones de ningún tipo, que ama por igual a todos, tanto si se trata de una piltrafa humana, degenerada, contrahecha e insoportable, como de una princesita bella, dulce y encantadora. Una utopía, claro. Ergo, no existe en este mundo el amor verdaderamente incondicional, excepto para algún santo por ahí perdido.

Hace tiempo definí el amor como una integración sintética de nuestro universo emocional y de nuestra conciencia racional, moral y volitiva que se manifiesta en un acto de voluntad gozoso para producir el bien de otro. Como características, destacaba todo eso de lo que he estado haciendo referencia: la incondicionalidad (a priori), la universalidad y la unilateralidad, es decir, no necesidad de reciprocidad o correspondencia, ya que me parecía mezquino esperar tal cosa de los que amamos. Actualmente, sin embargo, mi querido amigo P., me está contagiando dos cosas:

1) Una apuesta más personalista que mi vocación universalista. No se trata de amar abstracciones conceptuales sino personas concretas. El amor completo no puede no ser personal, ni la persona puede comprenderse fuera de una red de amor entre sujetos. Si no, deja de serlo y se convierte en otra cosa: un simple individuo, un objeto de uso. Ya decía Mounier: «Yo no amo a la humanidad. No trabajo por la humanidad. Amo a algunos hombres, y la experiencia me ha resultado tan fértil que por ella me siento ligado a cada prójimo que atraviesa mi camino». La universalidad de todas formas queda reflejada en ese sentirse ligado a cada prójimo que se conoce.

2) El amor como principio de reciprocidad entre dos personas que se relacionan directamente, (la díada, el nosotros), como comunión de las conciencias o intersubjetividad, como comunidad espiritual, como voluntad de promoción mutua para encontrar el propio desarrollo, como posición de infinito respeto de la una por la otra. En definitiva, dos personas o una comunidad de personas, apuestan los unos por los otros para el mutuo crecimiento de forma voluntaria.

Las que también me resultaron curiosas fueron las dos primeras acepciones de amor de la RAE, (véanse en su web), que parten de la idea de que somos seres insuficientes, que necesitan completarse. El amor, por tanto, para los académicos de la lengua, es un sentimiento que deriva de nuestra necesidad de llenar carencias y vacíos y de obtener fuerza y alegría para vivir. Poco podremos dar si es así. Más bien es un amor tipo magdalena en un vaso de leche. Un amor-necesidad. A no ser que se considere, en un sentido místico y metafísico, que la unión de dos seres insuficientes produce un ser completo y suficiente que trasciende a ambos (¡ya empezamos con metafísicas!). De ahí vendrá la expresión media naranja, supongo, buscando su otra mitad, si es que, según el conocido chiste, no han hecho un zumo antes con ella.

Precisamente sobre la carencia hablaba hace unos días con Precesión del Perihelio. Yo le hacía referencia a unos versos que distinguían entre la necesidad y el vacío en relación a la amistad, en el sentido de que la amistad, o el amor, existiría, según el autor de los versos, para colmar nuestra necesidad, pero no nuestro vacío. A mí no me parecía mala la distinción. Entonces Precesión, que es mucho más profundo, dijo (transcribo literalmente sus palabras): «Bueno, yo no me lo plantearía así, en términos de necesidad o de carencia, porque la carencia reintroduce una especie de tragedia esencial que no es tal, que no viene a cuento; es absolutamente innecesaria. Yo diría que un amigo te acompaña y te recibe en tu realización en él y a la inversa, en esa reciprocidad de reconstruirse mutuamente en las palabras, en los gestos, etc. La carencia del otro la produce un contexto cultural que nos aísla y que no ha sabido darnos las herramientas para superar ni el individualismo ni el colectivismo. Es el contexto social el que introduce y materializa esa carencia que no debería existir y que tanto nos aniquila. Claro está, la introduce como realidad, la hace real. Y entonces se parte de ahí y se piensa en ese marco. Eso es un poco un error, porque es verlo desde muy abajo, siempre de rodillas. Es como bien decía Freud, que era un maestro en introducir carencias fantasmáticas que entorpecen el deseo y el desarrollo de uno mismo: "economía libidinal”. Pero, claro, creada e interpretada desde un marco muy estrecho, muy particular. Es más, te lo voy a decir mejor: esa carencia no estaba ahí, sino que es "producida" en la relación con los otros. Igual que nos podemos reconstruir en la relación con el otro, podemos introducir la carencia con la misma fuerza de lo real. El inconsciente no está ahí, se produce en el entre..., en el diálogo. La carencia no nos viene dada, se ha producido igual que podríamos haber introducido algo mucho menos trágico y más "plenificador". O sea, que la carencia de ningún modo es lo primero. Yo no afirmo tener razón en todo esto, pero veo que esa producción de subjetividades con el delirio de la carencia que realizan (lo hacen real, lo traen al mundo) es bastante perjudicial para todo lo que a mí me interesa; es la base de muchos malos entendidos y de concepciones de la vida muy muertas. No produce subjetividades "sanas". De hecho tiene toda la razón Deleuze en que la concepción del deseo como carencia es justamente la causa de la frustración, de la imposibilidad de desear. Pero, claro, es que, piénsalo, sin ese "anti-deseo" desde la carencia, ¿se podría seguir en el capitalismo? No lo creo. Y no es sólo el hecho de la insaciabilidad consumista, sino también el de que para que uno gane los demás necesariamente tienen que perder. Es la lógica de los pretendientes y la princesa. Para superar eso hay que abrirse a las intensidades que nos recorren y olvidar todo ese esquema de la carencia. Porque la singularidad en un sentido "profundo" no se opone a nadie, es pura positividad sin carencia, pura intensidad que se realiza en su propio horizonte. No es que yo sea singular porque los otros no lo sean, es que somos singulares en el nosotros. Y precisamente eso es lo que, digamos, se simula en la "exclusividad" capitalista, pero desde su negatividad, no desde su positividad ¿Ves la cosa de la carencia hasta dónde llega...? Parece una chorrada, pero es muy profundo, muy básico.» Y con estas reflexiones de P. termino este post tan desordenado, jejeje.

Ah, por cierto, sobre John Donne tengo dos referencias fílmicas indirectas que me gustaría compartir aquí a modo de recomendación. Una de ellas es “La carta final”, basada en una novelita epistolar titulada “84, Charing Cross road” una historia deliciosa sobre Helen, una neoyorkina vitalista, jovial, incisiva, socarrona y extravagante, amante de los libros viejos y de las ediciones raras, y Frank, un librero londinense más contenido y tímido, de una corrección más convencional, con la flemática dignidad de los británicos, al que solicita volúmenes de sus autores preferidos, a través de cartas que cruzan el Atlántico. Entre ellos, a través de esas misivas que van adquiriendo con el tiempo tintes más personales, se va fraguando una preciosa amistad basada en intereses comunes, entre ellos el amor a los libros. En una de las escenas, ella, que ha recibido un tomo de fragmentos de los sermones de John Donne y está fascinada, le pide con su tono habitual descarado y bromista, pero lleno de encanto y complicidad, que haga todo lo posible por enviarle los sermones completos, aunque creo recordar que más bien le conmina a que mueva el culo, jejeje.

La otra película es “Wit”, interpretada por Emma Thompson. Trata sobre una profesora de literatura, especialista en Donne, respetada por la profesión, temida por sus alumnos, de una notable inteligencia, que se enfrenta a un cáncer y a la muerte y, en consecuencia, todos sus esquemas se tambalean y su férrea fortaleza decae. Es una película con una puesta en escena sobria y sin sentimentalismos y por ello, desgarradora y emotiva. Las referencias a Donne le acompañan a través de toda la película, aunque al final, en el momento en que está a punto de suceder el óbito, ella, que se ha dedicado toda la vida a estudiarlo, comentarlo y enseñarlo, lo rehúsa a favor de algo más sencillo, un cuento para niños. Muy ilustrativo, ¿no?


1. Argos panoptes, gigante de cien ojos
2. a Eros se le representa ciego a veces
3. ¡qué fama de lloronas tenemos!
4. en la corte prima la mentira y la conspiración
5. los jesuitas tenían fama de hipócritas y ladinos
6. un capuchino ha hecho voto de pobreza
7. Donne dejó la iglesia católica para ser anglicano
8. los cismáticos creen en la salvación por la fe
9. aquí otra versión del poema y aquí se puede leer el poema original, “The Will”

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