23 enero 2011

Iluminados

Aunque entiendo que hay distintos puntos de vista y nociones sobre lo que significa ser un iluminado, al que quiero referirme hoy ha tenido siempre para mí una connotación de fanático, de adicto a una verdad, que, para él, no es una cualquiera, sino una verdad revelada: “La Verdad” en términos absolutos. Yo, por el contrario, prefiero pensar en la verdad como algo creativo, variable, contingente, que se produce de instante en instante. Si uno parte de una premisa absoluta, de una fe ciega (valga la redundancia) en algo, para relacionarse con el mundo y con los otros, ¿no intentaría acabar imponiéndola sin penetrar verdaderamente en la alteridad de sus congéneres, comprendiéndola y aceptándola? Me parece que lo creativo no casa bien con ninguna fe en principio, porque, por su propia definición, es una creencia excluyente, inflexible, un certificado de verdad que no admite contrarios ni críticas. La única forma que se me ocurre de evitar ese problema o, al menos yo lo veo como tal, sería reconocer que tus creencias son personales e intransferibles y evitar el proselitismo incontrolado. Pero claro, ¿qué tipo de fe sería aquélla que acepta una fuerza mayor a sí misma? ¿no sería otra fe a la postre y mucho más intensa? En este sentido hay creencias y creencias. Intuimos que algunas, aunque puedan estar arraigadas, son prejuicios adquiridos de un aprendizaje erróneo y que estaría bien librarse de ellas. Pero hay otras que nos son queridas, que nos aportan una satisfacción y un sentido de los que no queremos prescindir y tampoco tenemos por qué. Algunas, incluso, las hemos adoptado voluntariamente como resultado de un camino interno hacia un cambio de subjetividad más en consonancia con lo que pretendemos o buscamos. Otras son productos de fuertes experiencias que no podemos soslayar. Querer comunicarlas a los demás y transmitírselas es la lógica consecuencia. Así que nos debatimos entre el respeto infinito al otro y a su propia visión de las cosas y nuestra propia necesidad de realizarnos a través de la nuestra en el lazo relacional. Como colorario deducimos que son necesarias las afinidades para llevar a cabo ese enlace. No todos hablamos el mismo lenguaje ni nos es posible comunicarnos.


En el caso del tipo de iluminado que me ocupa, entiendo que el suceso de la revelación es el que le proporciona ese carácter absoluto a lo que se le desvela, dado que es un acontecimiento que el sujeto vivencia como extraordinario, crucial, y que supone un punto de inflexión, un antes y un después, un cambio radical de signo en su vida, un giro de 180º. Sueños, premoniciones, delirios, visiones y todo un sinfín de particularidades extrañas e inexplicables bajo el prisma de la normalidad, suele acompañar a estas vivencias, a las que se acostumbra a dotar de un sentido espiritual trascendente precisamente, creo yo, por su propia naturaleza excepcional e insólita. Un hilo invisible las separa de la locura. La diferencia está en que un demente común experimenta esas circunstancias como ordinarias, vive con ellas continuamente, no producen ninguna fisura transformadora. Para un iluminado es una conmoción única y sustancial que le troca en otro. Y no hay mejor manera para explicar ese amanecer de la conciencia, esa epifanía, que a través de un profundo contacto con los poderes ocultos, de un toque de gracia, de una comunión con el misterio. ¿Qué otra cosa podría ser? Yo no lo sé desde luego. Pero sí creo que se suele obviar que la llegada a esos estados puede ser el resultado de una profunda insatisfacción y vacío, de una búsqueda intensa, de un proceso interno de gran envergadura emocional. Pareciera, según se narran, que el sujeto los sufre de modo involuntario. Este iluminado se nos presenta como alguien que un día, sin comerlo ni beberlo, es víctima de un hecho fortuito que se da por generación espontánea. Sólo es un elegido por fuerzas superiores ajenas a él para cumplir, seguramente, alguna misión desconocida. Para que no haya lugar a dudas, las potencias celestes se manifiestan por medio de señales extrañas.

La conversión de Saulo de Tarso, San Pablo, es un ejemplo paradigmático de este tipo. Él iba tan feliz, como un energúmeno perseguidor de cristianos y entonces Cristo le hace una llamada personal que lo cambia radicalmente de bando. No se trata de poner en duda la leyenda, ni falta que hace. Lo que quiero decir es que creo que el milagro se da en aquéllos que lo necesitan desesperadamente. Sin embargo, en el culto católico prefieren resaltar la acción y el mandato divino a la profunda necesidad de una toma de conciencia personal radicalmente distinta a la que se lleva hasta ese momento. La ceguera circunstancial que sufre San Pablo durante los tres días siguientes a la llamada, en la que tampoco bebe ni come, más que la metáfora de una profundización en el centro de sí mismo, en su visión interior y propia, hermana en el fondo de aquélla a la que perseguía, representa para los católicos una claudicación y derrota a una fe que viene solicitada desde fuera. En fin, cada cual lo ve como quiere.

Otro tipo de conversión, esta vez sin acompañamiento de signos esotéricos, es la de Paul Claudel. Pocos meses después de que se le revelara lo sobrenatural a través del poeta Rimbaud, un espíritu afín, el escritor, un “desgraciado” muchacho de 17 años, como él se define, vive un acontecimiento clave en su vida: acude a los oficios de Navidad en la Catedral de Notre Dâme. Allí un coro de niños vestidos de blanco canta el Magnificat de Bach y - así lo narra él- “De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable....... ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!". Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.” Cualquiera podría pensar que está confundiendo una emotiva experiencia estética con una llamada espiritual, mas no creo. Yo misma me sentiría arrebatada en ese escenario oyendo las dulces voces de los niños, pero sin más trascendencia. Tampoco se trata del sentimentalismo propio de la masa que tanto despreciaba Gustav Meyrink (cita de El Golem: “Se reconoce al populacho por su sentimentalismo. Miles de pobres diablos pueden morirse de hambre y nadie llora, pero si a un viejo cabestro pintarrajeado, disfrazado de sirvienta, le dan vueltas los ojos en escena, entonces los espectadores lloran como becerros.”). Creo en la autenticidad de la vivencia de Claudel y en su profundidad, no sólo por su forma de expresarlo y sentirlo, como sólo puede hacerlo un espíritu sensible, lírico, extremoso y que mantiene una pureza prístina de corazón, como la de un niño, sino también, más que nada, porque la andaba buscando casi sin saberlo desde su ser más íntimo. Intelectualmente sentía rechazo y odio por el catolicismo y, sin embargo, decide asistir a sus ceremonias con la siguiente excusa: “Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes.” Pero ese día no se conforma sólo con ir por la mañana, sino que, “como no tenía nada que hacer” vuelve a las Vísperas. Yo veo claro con esos indicios, que ese chico “desgraciado” espera encontrar algo allí, lo ansía, quiere creer y necesita creer. El coro de niños es sólo el catalizador que le muestra lo que ya lleva en sí. Tarde o temprano hubiera ocurrido. Sin embargo, aunque podemos conmovernos por este tipo de conversiones, a los espectadores como yo no nos transforman ni nos llevan por la misma senda, porque cada cual, si se da el caso, tiene su propio camino de Damasco. Las experiencias inefables son intransferibles. Y lo importante es simplemente su autenticidad.

El último tipo de conversión a la que quiero hacer referencia es la de un personaje de ficción: Jean Valjean, de Los miserables de V. Hugo. Aquí es la bondad, la humanidad y la humildad del obispo Myriel las que operan el milagro. Valjean, que ha vivido en el entorno brutal, despiadado, atroz y lacerante, de ladrones y criminales, vive el gesto del obispo como un bálsamo que cura sus heridas y lo transforma en un hombre bueno, cuyo objetivo se convierte en hacer el bien a los que lo necesiten, los miserables y desheredados. Pero el personaje también lleva la semilla de la bondad en su interior, de otra forma no hubiera podido sufrir el cambio. Una persona completamente corrompida hubiera considerado al obispo un tonto, un idiota y se hubiera reído cínicamente de su generosidad. Una dura lección que he aprendido es que dar lo mejor de uno mismo, no siempre produce el efecto deseado, sino precisamente el contrario, el odio.

¿Es una suerte o una desgracia ser un iluminado? No lo sé. Desde el punto de vista personal creo que puede ser una suerte, la mejor y más extraordinaria de las suertes, a pesar de que, durante el período más o menos largo de aclimatación al nuevo estado, se puedan producir dudas y fuertes luchas internas por la inercia de las antiguas creencias. En las relaciones con los demás ya es otro cantar. Como las creencias no vayan con el signo de los tiempos en los que se vive, lo cual no suele ocurrir, porque lo auténtico es escaso, nuestro peregrinar por la vida puede ser un verdadero calvario. Y los dos ejemplos reales que hemos puesto son una muestra de eso. San Pablo fue degollado por sus enemigos y Claudel fue odiado por los intelectuales de su generación.

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