24 enero 2011

La axiomática moral de Murray N. Rothbard

Jan Švankmajer - Food

El sistema libertario de Murray propone una insólita axiomática moral pretendidamente naturalista. El axioma central de su empresa es el de no agresión, que él mismo expresa de esta guisa: «ningún hombre o grupo de hombres puede —entendemos debe— agredir a una persona o la propiedad de cualquier otra»1. Las resonancias bíblicas son inevitables. No matarás; no hurtarás; no codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo. En apariencia la idea de siervo chocaría con «el axioma del derecho universal de autoposesión, un derecho sostenido por todos en virtud de ser un ser humano», sin embargo, no tiene por qué ser así. Este «derecho de propiedad sobre el propio cuerpo y persona», suponemos que sólo puede referirse al cuerpo como objeto y a las acciones —incluida la de pensar— que un individuo realiza por necesidad o por deseo. También nos habla de un modelo social en el que grupos humanos intercambian en libertad sus acciones, y entonces surge la armonía para bien de todos. No obstante, la idea de libertad que plantea consiste en la garantía de no agresión física, y nada más. De modo que si el siervo no se ve sometido a una amenaza de violencia física —condición del primer axioma—, entonces presta servidumbre “libremente”; esto aunque la sed y el hambre aprieten (por más desamparado que se encuentre el otro). Resulta difícil imaginar, a tenor de semejante fábula cínica, ¿qué debe hacer aquel que no tiene la posibilidad de satisfacer sus necesidades básicas de sustento dentro del parque utópico del intercambio libre? ¿Debe morir por inanición o debe esperar algún milagro autoorganizativo mientras las tripas rugen? Rothbard, con proverbial sagacidad, ilustra de pasada una especie de concepción inmaculada de «la desviación sexual y la prostitución (que el libertario no ve como "crímenes" de ningún modo, ya que define el "crimen" como invasión violenta de una persona o su propiedad)».

Recapitulemos, tenemos por un lado la prohibición de agresión que no sabemos bien cómo se garantizaría sin emplear violencia física a modo de servicio privado, eso sí con el fin de evitarla; y por otro, la autoposesión como derecho universal que nos confiere legitimidad para vendernos como potencia de servicios en el marco de una libertad estrambótica y ciega a la necesidad. No acaba aquí la intrepidez intelectual de nuestro autor, con el fin de justificar la expansión del derecho de propiedad más allá del sujeto, introduce un axioma al que denomina derecho a colonizar: «¿puede alguien negar total título de un caballo al hombre que lo encuentra y domestica?, ¿es acaso esto diferente de las bellotas o las fresas que son generalmente concedidas al recolector? Pero también la tierra, algunos colonos la toman previamente "salvaje", sin domesticar, y la "domestican" haciéndola productiva» que lo mismo se podría argumentar de un niño. Aunque no establece una relación de prelación entre los axiomas de autoposesión y de colonización, vemos que se encuentran efectivamente codeterminados. Pues el primero limita el alcance del segundo, sin menoscabo de la idea atmosférica de no agresión. Ahora bien, este límite entre sujeto y objetos que caen bajo su dominio —incluso la reificación del sí mismo como mercancía o como prestador de servicios— nos lleva a una concepción del sujeto como agente colonizador y a la vez colonizado por la ficción de individuos equipotentes en una sociedad mercantil. Tomemos un fragmento de Proudhon que resalta el problema central de tan idílica justificación. «En definitiva, para llegar a ser propietario, según Cousin, es preciso adquirir la posesión por la ocupación y el trabajo. A mi juicio, es preciso además llegar a tiempo, porque si sus primeros ocupantes se han apoderado de todo, ¿de qué se van a apoderar los últimos? ¿De qué les servirán sus facultades de apropiación? ¿Habrán de devorarse unos a otros? Terrible conclusión que la prudencia filosófica no se ha dignado prever, sin duda porque los grandes genios desprecian los asuntos triviales»2. Para salir del impasse debería haber introducido por lo menos dos axiomas más. Uno que podríamos llamar el del valor absoluto de los hominoideos de la especie homo sapiens, que proporcionaría un anclaje a la distinción acrítica y arbitraria que realiza Murray entre objeto y sujeto. Y el segundo sería el de la eficacia de explotación, que desplegaría un metarrelato sobre la performance. Son tremendamente curiosos los momentos en los que Rothbard apela a una situación virginal, completamente ideal, de la que parte un desarrollo histórico inventado; leemos: «La tierra en su estado original está sin uso y sin dueño. El pionero, el colono, el primer utilizador y transformador de la tierra, es el primero que llevó la simple cosa sin valor a un uso productivo, social. Es difícil ver moralidad en el despojo de su propiedad, en favor de gente que nunca ha llegado ni a mil millas de la tierra, y que puede no saber de la existencia de la propiedad sobre la cual se supone pueden tener un derecho [...] todo hombre es dueño de su propia persona y, por lo tanto, de su propio trabajo y, si por extensión, lo es de cualquier propiedad que haya "creado" o recolectado del "estado de la naturaleza" sin previo uso y dueño [...] Su razón primaria es moral y está enraizada en la defensa de los derechos naturales de la propiedad privada».

Todo este discurso, sin duda tremebundo, podría parecernos una simple broma si no fuese porque es una pieza clave de los think tanks que promueven el ideario del espectro liberal. Las objeciones que presentan otras facciones neoliberales al sistema libertario reintegran idénticos despropósitos con algún cambio superficial. Valga como ejemplo la oposición miniarquista a la abolición del Estado, que simplemente defiende la reducción del poder estatal a los mínimos capaces de garantizar el axioma de no agresión. En definitiva, el maquillaje hippy del totalitarismo económico vende muy bien, tal vez con malicia, unas fantasías quiméricas que pretenden maximizar el dominio incontestable de la lógica de mercado en los imaginarios sociales contemporáneos. Por último, cabe señalar la sinergia funcional entre la actual miniaturización de los estados nacionales, en beneficio del poder de los mercados transnacionales, y la narrativa liberal en el contexto de una sociedad planetaria cohesionada por el ardid de la paz mundial.
1. Murray Newton Rothbard – For a New Liberty: The Libertarian Manifesto
2. Pierre Joseph Proudhon – ¿Qué es la propiedad?

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