27 enero 2011

La logomaquia comercial

Estimulación eléctrica intracraneal
¿En qué consiste la “lógica del mercado”? Se trata de una expresión recurrente referida a los principios metafísicos que gobiernan la dinámica comercial. Diremos que los mercados son situaciones sociales en las que se producen intercambios de bienes económicos entre dos partes como mínimo, y que un bien (se sobreentiende económico) es aquello susceptible de ser medido en unidades de cuenta. Para que estas situaciones sean posibles, se necesitan organismos que garanticen los patrones de medida —y sus variaciones eventuales— además de instrumentos contables que representen la eficiencia de estos intercambios, incluso para aquellas acciones económicas que quedan fuera del alcance del derecho mercantil (por poner un ejemplo, en los bancos de tiempo se intercambian servicios valorados en horas como unidad de cuenta). De modo que no podemos considerar central la elección circunstancial de la unidad de cuenta en su carácter pecuinario, daría lo mismo que se realizase técnicamente con certificados de energía (es la propuesta del movimiento tecnocrático) o con cualquier otra invención que permita reflejar en una escala objetiva los estados contables. Este equema, formado históricamente, organiza la base de toda sociedad industrial y postindustrial. Se concreta en instituciones encargadas de modular (o de regular) los flujos de producción, distribución y consumo sobre el cuerpo social. La hipotética finalidad medular no es otra que satisfacer las necesidades de consumo de una sociedad, ajustar —por medio de la distribución— la producción al consumo. Luego matizaremos esta explicación desde las formas de organización capitalista.

La unidad de cuenta como hemos dicho es un concepto métrico, pero de un tipo bastante excepcional. Puesto que, lejos de asignar una magnitud a una característica observable, se añade ella misma a la práctica comercial como característica determinante; es decir, establece un principio comparativo absoluto. Se nos presenta como una métrica universal que al no depender de ninguna característica observable de un fenómeno concreto puede medir cualquier cosa y de cualquier manera. Los objetos y las actividades reciben en el mercado una nueva forma de existencia cuantitativa, un valor de cambio que los transforma en bienes, por tanto en riqueza objetiva. He aquí el aditivo metafísico —otros lo han llamado carácter fenoménico— que inaugura el campo de operaciones simbólicas que expresará la naturaleza de un mercado. Otros dirán que la esencia de los bienes responde al valor de uso, a lo eventualmente útil que pueda resultar un objeto para nuestros fines circunstanciales; pero nosotros no creemos en el naturalismo económico ni en la relación de utilidad como esencia del mercado. Emplearé una formulación matemática para ilustrar la lógica de los bienes. La función f:O→D pone en correspondencia a los objetos O con su valor de cambio D, los bienes serán los elementos del conjunto imagen Imf de la función. Se han realizado grandes esfuerzos con intención de hallar esta función que debe representar las particularidades psicológicas ocultas en el proceso de asignación efectiva del valor de cambio por parte de los actores implicados en los mercados, especialmente de los consumidores. Podríamos decir que se pretenden analizar las motivaciones inherentes a las jugadas económicas, aunque algunas teorías —en su delirio objetivo— pretenden incorporar un valor absoluto al bien económico en sí mismo como dado de manera natural. Los intentos explicativos, más o menos formales, en este ámbito caen bajo el rótulo de “teorías del valor”. Del desarrollo histórico de estas teorías nos quedaremos con una inversión de la que parten algunas de ellas, nos referimos a la hegemonía del valor de cambio. Guy Debord lo explicó así: «El valor de uso, que estaba comprendido implícitamente en el valor de cambio, ha de ser ahora proclamado explícitamente, en la realidad invertida del espectáculo, precisamente porque su realidad efectiva ha sido mermada por la economía mercantil hiperdesarrollada, haciéndose necesaria una seudojustificación de esta falsa vida».1

Nos parece interesante recalcar que el mercado en su vertiente capitalista no se refiere a cualquier tipo de actividad de intercambio (o de producción, distribución y consumo) que pueda darse en grupos humanos, sino que configura un plano abstracto sui géneris, propiamente económico, sobre el basamento concreto de las prácticas sociales. Esto se ve con claridad en la distinción de Cournot entre la riqueza y las ideas residuales de utilidad: «Hay que distinguir bien entre la idea abstracta de riqueza o de valor de cambio, idea fija, susceptible por consiguiente de prestarse a combinaciones rigurosas, y las ideas accesorias de utilidad, rareza, aptitud para la satisfacción de necesidades y goces humanos, que todavía despierta en el lenguaje ordinario la palabra riqueza: ideas variables e indeterminadas por naturaleza, sobre las cuales no se podría asentar una teoría científica».2

Entonces el mercado aparece como un campo potencial de intercambio de bienes —o de flujos de capital— regulado por organismos que, como mínimo, posibilitan la objetividad científica del valor de cambio, normalizan los procesos económicos (operaciones contables, financieras, comerciales &c.) y garantizan los títulos de propiedad. Proudhon caracterizó con gran acierto la dimensión normativa de la propiedad: «Los legistas, con una exactitud mecánica, llenos de obstinación, enemigos de toda filosofía, esclavos del sentido literal, han considerado siempre como la última palabra de la ciencia lo que sólo fue el voto irreflexivo de hombres de buena fe, pero faltos de previsión. No preveían, en efecto, estos primitivos fundadores del dominio que el derecho perpetuo y absoluto a conservar un patrimonio, derecho que les parecía equitativo, porque entonces era común, supone el derecho de enajenar, de vender, de donar, de adquirir y de perder, y que, por consecuencia, tal derecho conduce nada menos que a la destrucción de la misma igualdad en cuyo honor lo establecieron. [...] No previeron esos cándidos legisladores que el principio de que la propiedad se conserva solamente por la intención implica el derecho de arrendar, de prestar con interés, de lucrarse en cambio, de crearse rentas, de imponer un tributo sobre la posesión de la tierra, cuya propiedad está reservada por la intención, mientras su dueño vive alejado de ella. No previeron esos patriarcas de nuestra jurisprudencia que si el derecho de sucesión no era el modo natural de conservar la igualdad de las primitivas porciones, bien pronto las familias serían víctimas de las más injustas exclusiones, y la sociedad, herida de muerte por uno de sus más sagrados principios, se destruiría a sí misma entre la opulencia y la miseria [...] La autoridad del género humano afirmando el derecho de propiedad es nula, porque este derecho, originado necesariamente por la igualdad, está en contradicción con su principio».3

La realización pura de las situaciones de mercado la observamos en los llamados mercados financieros (de divisas, de derivados &c.), en los que las redes y los soportes digitales establecen su campo de inmanencia. De un tiempo a esta parte han ido apareciendo situaciones de mercado cada vez más abstractas, como pueden ser los mundos virtuales en los que se intercambian bienes económicos simulados computacionalmente. Son mercados que permutan las entidades materiales por una representación interactiva de su imagen, pero conservando el atributo de riqueza o de valor de cambio. En estos casos el mercado capitalista nos revela su poder de “irrealización4, la naturaleza de su potencial.

Los polos funcionales de todo intercambio económico son la oferta y la demanda. Cualquier representación de una voluntad de lucro o de interés que opere sobre los flujos de intercambio, mediados por el valor de cambio, es un agente económico. Entonces tenemos una diferencia de potencial entre intereses polarizados, que impulsa al capital en un circuito de intercambio, como motor de la dinámica económica. Los intereses representan la esperanza de satisfacer las demandas generadas por el deseo —o la necesidad intervenida por el lenguaje—. Deseo que desde la perspectiva psicoanalítica se caracteriza por la supremacía de la falta en el plano simbólico, esa insatisfacción permanente que tanto les gusta a los teóricos de la mercadotecnia. He aquí el resorte deseante que carga la realidad pulsional de la lógica del mercado.

1. Guy Debord – La sociedad del espectáculo, p. 58
2. A. A. Cournot – Investigaciones acerca de los principios matemáticos de la teoría de las riquezas
3. Pierre Joseph Proudhon – ¿Qué es la propiedad? Cap. II, III
4. En el psicoanálisis lacaniano, transposición de las cualidades del orden real al orden simbólico.

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